Confieso que era incrédulo, pero es que no podía concebir lo contrario. Me refiero a la “okupación”, a los “okupas”. ¿Por qué era incrédulo? Pues porque cuando hace ya bastantes años empezaron a conocerse casos de ocupación de viviendas, unas vacías, otras habitadas con sus moradores puntualmente ausentes, jamás abandonadas, no podía concebir que eso pasase impunemente y que el propietario quedase desamparado. ¿Cómo no va a pasar nada?, oponía a quién me hablaba de semejantes desmanes, y le recordaba que la Ley de Enjuiciamiento Criminal ordena al juez —ojo, desde 1882— que proteja a la víctima del delito como primera medida.
Mi paso por la jurisdicción penal fue breve, nunca me ha gustado, pero el tiempo en que trabajé en ella vi que se aplicaba esa posibilidad: alguien denunciaba que se le habían colado en casa y lo primero era echar a los ocupantes. Hecho esto ya se vería qué razones podían dar esos allanadores de moradas, si es que las tenían. La realidad es que no daban razones, sí los que empezaban a protegerles.
Estoy hablando de mediados de los 80 y entonces la “k” no existía. Recuerdo mi segundo destino. Fue en un barrio periférico de Barcelona. Lugar horrible. Su alcalde, sacerdote y antiguo conmilitón del Che, de noche recorría en coche patrulla las calles y en su imaginario se vería en Sierra Maestra. Recogía indigentes y los repartía por casas ajenas. Tras una noche de guerrilla, amaneció, el propietario denunció el allanamiento y ordené el desalojo. Los ocupantes eran una pareja y su hijo. Ese mismo día vino a verme el alcalde, esa vez en modo sacerdote, para advertirme que había echado a la Sagrada Familia. No sé qué le dije, pero algo parecido a que, de chantajes, nada.
Las ocupaciones no menguan. Las sucesivas crisis más una corrupción que lleva a la especulación del suelo, han desembocado en que algo tan vital como tener una casa sea un lujo, que sea el gasto por excelencia, protagonista de buena parte de la vida de no pocos y que nos divide entre quienes pueden y otros muchos que no pueden. Un fenómeno que ya tiene caché ideológico: galardonado con la “k”, permite a los radicales darse el gusto de inyectar ideología, su carcoma en esa madera noble conocida como propiedad privada.
Si lo primero es proteger a la víctima, ¿cómo es que hay quienes disculpan delinquir o proclaman que el allanamiento es un derecho? ¿Por qué todo se ha complicado tanto jurídicamente? Ahora se pondera si la vivienda está habitada o vacía, si el propietario es un particular o un pérfido banco o fondo de inversión. Se ha intentado solucionar la okupación por lo civil, no por lo penal, pero al final el desalojo puede tardar uno o dos años: se logra una sentencia favorable, el okupa la apela, pierde y se le da una fecha para desalojar, pero la víspera mete a otro y vuelta a empezar para el dueño desesperado. Y añádanse las reformas legales que tras el covid obstaculizan los desahucios en los alquileres normales: aparece así la “inquiocupación”, es decir, el inquilino que muta en okupa.
La realidad es más rica y me limito a preguntarme: ¿fracasa el Estado, sus leyes, policía o tribunales? No lo niego; entonces, ¿debemos acudir a maromos con aires albanokosovares? No esperen de mí una respuesta afirmativa.
Algunos expertos siguen apostando por la vía penal para lograr una medida cautelar inmediata, pero aunque los jueces están muy sensibilizados su admisión va por barrios; para otros, toca prevenir y movilizar a comunidades de vecinos. En fin, menos aconsejar la violencia, me limito a trasladarles estos pensamientos, no hacer cosas de las que luego se arrepientan, a estar prevenidos y a que apuntemos como un asunto —otro más—, en la lista de los que hay arreglar.
Fake medieval
Mi camino hacia el Occidente asturiano no lo hago por Lugo sino por León. A veces, con buen tiempo, atravieso Pajares, una opción tortuosa pero