Era un día lluvioso. Paul salió de su trabajo de media jornada en la ajetreada ciudad de Amsterdam, en Holanda, y se dirigía a su casa en Utrecht, a unos 45 minutos en coche. Al despedirse de Patricio, un chico chileno a quien también conocía de la universidad, este vio que iba a tomar el transporte público y quizás se iba a empapar. Patricio se ofreció a llevarle. Al poco que iban en la carretera, se vieron inmersos en un atasco de los feos. Paul no sabía que aquel momento cambiaría su vida.
Una vez de camino hacia Utrecht, sin más afán que el de entablar conversación para pasar el rato, Paul preguntó a Patricio si había alguna chica en su vida, si salía con alguien. Patricio se rió. Le dijo que no. No tenía novia, ni tendría. De hecho, no iba a casarse nunca.
Eso le sorprendió a Paul.
“Como cualquier holandés, le hice la siguiente pregunta, pues podría valer”, relata. “Le dije: ‘Vale, ¿te gustan entonces los hombres?´”.
El compañero volvió a reírse. Dudó por un segundo, y pensó: “OK. Hay suficiente tiempo con este tráfico, me da tiempo a contarle mi vida”. Y pasó a explicarle que él era numerario del Opus Dei, y que se había comprometido al celibato apostólico.
Eso pilló a Paul completamente desprevenido. Jamás había escuchado semejante cosa. Sabía que había gente que creía en Dios, pero más bien eran abuelas o algo así. Y dejarlo todo, nunca casarte, eso sí ya se salía de serie…
“En mi manera de clasificar el mundo, cuenta Paul, había dos tipos de personas. Los que eran inteligentes y capaces; y los que no, y entonces necesitaban tirar de historias y cuentos como creencia en Dios para apaciguarse”. De todos modos, confiesa que tampoco le había dedicado demasiado a pensar en eso.
Paul creció en una familia holandesa típica. Sus abuelos por parte de padre eran protestantes; por parte de madre, católicos. Ambos pertenecientes a una generación que vivió su juventud durante los años sesenta, cuando los roces entre protestantes y católicos se amortiguaron después de varios siglos. Dejó de ser impensable tener amigos de otras religiones. Pero a la par, la Iglesia católica en Holanda se tambaleaba. Muchos católicos dejaron de creer en los sacramentos y abogaban por la ordenación femenina o cuestionaban el celibato. Muchos se alejaron de la fe y adoptaron el espíritu de los tiempos. Las tensiones entre los grupos de cristianos cesaron o disminuyeron a costa de abrazar una fe más superficial.
Una vida normal
Paul nació en Utrecht, pero cuando tenía 4 años sus padres se mudaron a una casa amplia en uno de los suburbios. Aunque ellos habían sido educados como cristianos, dejaron de ir a la iglesia. Simplemente perdieron la costumbre. Siempre fueron una familia muy unida, y lo siguen siendo.
Creció como cualquier chico. Preocupado por los estudios, hacer amigos, jugar a los videojuegos, nunca le faltó nada material.
Cuando entró a la universidad, como es costumbre en Holanda, salió de casa de sus padres y se fue a la ciudad para compartir piso con más estudiantes y participar de la vida universitaria. Como nunca fue alguien a quien le entusiasmasen demasiado las fiestas estrambóticas quería encontrar su lugar, su “tribu” en el entramado social universitario. Allá las “fraternidades” son toda una subcultura. Así, entró en un club de remo, llamado Orca. Y descubrió que era bueno en ese deporte.
En el club de remo encontró una motivación y una meta clara que seguir. Tenía que ser el mejor. Llegó a entrenar de seis a ocho veces por semana. Todo su día, ritmos de sueño, dietas estaban orientados a reducir sus tiempos en el canal. Su equipo eran sus compañeros de piso.
Ahí fue cuando, cuenta Paul, aprendió que cuanto más alto sea tu objetivo en la vida más esfuerzo tendrás que poner. Y que lograr algo con esfuerzo es gratificante. Eso repercutió también en su vida académica. Se esforzó más en las clases y empezó a conseguir buenas calificaciones. Pero de vez en cuando se preguntaba para qué sería todo eso.
El encuentro que le cambió
Aquél buen día en el coche, con su colega chileno, la vida de Paul iba a cambiar por completo, pero él no lo sabía. Le interesaba más saber sobre aquella decisión de vida tan radical así que le preguntó más. Patricio, con naturalidad, le dijo: “¿por qué no vienes un día a conocer el centro?”.
“Vale,” dijo Paul. Y así fue. Llegó a un colegio mayor que lleva el Opus Dei en Utrecht. Le invitaron a alguna conferencia, no relacionada con la vida de piedad, sino de temas de actualidad. Ni siquiera recuerda el tema, solo recuerda lo que significó entrar en aquella casona a lado de un parque en la pintoresca ciudad de Utrecht.
“Fue algo que me impactó. Yo nunca había conocido gente tan dedicada, trabajadora, intelectual, pero que al mismo tiempo creyera fervientemente en Dios. Tanto la vida completamente entregada de los numerarios, como el buen ambiente entre estudiantes me llamó la atención de inmediato y quise volver”, relata Paul.
Y siguió acudiendo. Dentro de sí empezaron a surgirle un sinfín de preguntas. ¿Por qué creer en Dios? ¿Cuál es el sentido de nuestras vidas? ¿Para qué dedicar esfuerzo a las cosas? Sin embargo, reconoce que le daba un poco de tirria todo lo relacionado con el cristianismo: “No era mi estilo”, confiesa.
Pero se daba cuenta que en aquel colegio mayor era bienvenido, aunque él no creyera. Podía asistir a conferencias de temas diversos, convivir con otros chicos, discutir ideas.
Y se encontró con Platón
Un buen día, uno de los numerarios le invitó a participar en una actividad para estudiantes, intelectual, no confesional, en la que se estudian textos clásicos y se profundiza en ellos y se les enseña a los alumnos retórica y oratoria. Le encantó la idea.
“Descubrí un mundo nuevo. Se me abrieron las puertas de todo el pensamiento clásico que durante siglos y siglos se ha acumulado. Platón, Aristóteles, Cicerón…”, relata Paul, sin poder evitar que le brillen los ojos al recordar aquel descubrimiento.
“Si tuviera que apuntar a algún momento en el que hubo un punto de inflexión, creo que sería cuando entendí que, para los griegos, y particularmente al leer los Diálogos de Platón, hay una verdad objetiva, y los seres humanos la podemos conocer. Lo que muchos cristianos no entienden. Sin esa premisa, puedes hablar a un joven moderno de Dios, pero es como si tuviera una barrera, estás hablando / argumentando, pero cada uno está de pie en un edificio diferente. Hay que empezar por la base”, explica.
Iba, leía, respondía preguntas que su corazón le arrojaba, pero con cada pregunta que sacaba, surgían otras ocho. ¿Hay un alma? Si hay, ¿qué es? ¿El alma es inmortal? ¿Qué viene después de la muerte? Volvía con los chicos del colegio mayor y preguntaba, discutía, ponía pegas, y volvía a leer. Durante más de dos años, Paul recorrió un camino arduo.
En el transcurso de ese tiempo, se dio cuenta que el remo lo había tenido absorto de una manera poco sana y decidió darse un descanso. Tal vez regresaría más tarde. Los clásicos lo habían atrapado.
“Pero no me den a sus autores cristianos, nada de eso, denme cosas serias”, le dijo un día a Patricio cuando estaba en el centro, discutiendo alguna de sus inquietudes. Astutamente, sus nuevos amigos católicos le hicieron caso, le dieron más autores clásicos. Hasta que un día, en una cálida discusión, Paul confesó: “Es que entiendo lo que quiere decir Platón, pero me parece que falta algo”.
“Claro que le falta, la razón puede llegar a explicar muchas cosas, pero hay un punto en el que hace falta la Revelación”, le respondieron en el centro. Paul, hambriento por descubrir la verdad, aceptó entonces. San Agustín, Santo Tomás, San Ambrosio, el Cardenal Newman, Ratzinger… Se abría un mundo nuevo, incluso más inmenso que el anterior. Así, devoró un libro tras otro.
“Hubo un momento en el que intelectualmente ya no tenía más barreras. Entendía los argumentos, no tenía más reservas… pero una conversión exige algo más”. Paul cuenta que llegó un momento en el que entendió que si el cristianismo era verdad, él tendría que aceptarlo; y si lo aceptaba, su vida tenía que cambiar. Tendría que adoptar un modo cristiano de vivir, y eso le daba miedo.
Viaje a Rusia
Ya habían pasado más de dos años desde aquel día lluvioso de atasco cuando Patricio le habló por primera vez de Dios, cuando surgió la oportunidad de asistir a uno de los cursos intensivos para universitarios. Como parte de sus programas, suele organizar viajes a ciudades europeas con pequeños grupos de estudiantes en los que, durante una semana, un profesor experto les acompaña en el estudio profundo de algún texto clásico. En esta ocasión, el viaje era a San Petersburgo para estudiar a fondo nada menos que Crimen y Castigo.
Era una gran oportunidad. Así, en la gran ciudad rusa, en donde está expuesta la pintura de “El Hijo Pródigo”, de Rembrandt, quizás el pintor más importante de Holanda, y después de haberla ido a contemplar, mientras estaba en una sesión de lectura en grupo de la gran obra de Dostoievsky, Paul sintió que algo cambiaba en su corazón.
Hay experiencias en la vida que escapan del lenguaje. Lo sublime, lo inefable, lo misterioso, es todo aquello que nuestra inteligencia racional a veces no es capaz de comprender del todo, y sin embargo, nosotros como personas sí que las comprendemos. Pero son aquellas experiencias que son difíciles de describir. Esta era una de ellas. Como el apóstol de quien lleva su nombre, Paul sintió que lo tiraban del caballo. Su vida no volvió a ser la misma. Era septiembre de 2019.
El día de Navidad de ese mismo año, Paul estaba en el colegio mayor, listo para participar en la vigilia, cuando el sacerdote lo invitó a confesarse. Lo pensó un momento. Había llegado la hora. Después de un examen de conciencia exhaustivo, Paul entró al confesionario.
“No sabía que lo que estaba haciendo era tan trascendente hasta que al salir, el sacerdote me dio un abrazo. La manera en la que lo hizo me hizo entender que algo nuevo había ocurrido. Al empezar el nuevo año, comencé a prepararme para mi Confirmación. Había vuelto a la Iglesia”.
Esta historia no termina aquí. Como cualquier converso puede confirmar, el momento de la conversión no es el final, sino el principio del camino. Con su Confirmación, Paul volvía a entrar a la Iglesia y adoptó una vida cristiana. Pero la vida cristiana no es la vida de alguien perfecto, es la de seguir a Cristo. Con subidas, bajadas, caídas y aprendizajes. Pero, como asegura, una vida llena de alegría y esperanza. El momento de la conversión es el principio de un camino para toda la vida. Paul daba los primeros pasos en lo que se convirtió en un peregrinaje para toda la vida.
15 conversiones al año
Al pensar en Holanda uno imagina un lugar frio y desolado. Lluvia constante, comida desabrida y cultura protestante y ascética. O bien, la decadencia. Drogas, prostitución y juerga.
Lo que pocos saben es que en medio de todo aquello hay oasis de comunidades católicas fervientes y vibrantes. Un ejemplo es Amsterdam, a donde Hakuna acaba de llegar y se organizan mensualmente adoraciones con gente originaria de hasta siete países.
Este año, se retomó la Jornada Holandesa de la Juventud (lo que los organizadores llaman “una JMJ en pequeño”). Antes, se celebraba anualmente, pero desde hace diez años se había suspendido por falta de gente. Este año surgió la iniciativa de retomarlo. Había más de quinientos asistentes, el foro lleno a rebosar.
Es verdad que en algunos sitios el cristianismo va en declive y van falleciendo las pocas señoras mayores que asisten a Misa, lo cual lleva a tener que vender el edificio de muchas iglesias. Sin embargo, en parroquias como la de Gerardus Majella, en Utrecht, hay una comunidad de jóvenes que se reúne cada domingo. Cada semana se incrementa el número de asistentes, y si uno acude a la Misa de las familias a las 10 am, puede ver una cantidad de niños que quizás supera la de adultos.
Han surgido otras iniciativas, como una aplicación para móvil que funciona a manera de red social, cuyo objetivo es el de poner en contacto a los católicos de la provincia de Utrecht. Cada tres meses un grupo organiza un encuentro de jóvenes católicos de diferentes movimientos en una casa antigua en el centro de la ciudad. Hace tres años iban 16 personas a cada reunión; hoy el número rebasa las doscientas.
Cada año en Navidad y en la Vigilia Pascual hay al menos un bautizo y una confirmación. Se estima que en la ciudad de Utrecht hay quince conversiones al año.
Mientras en algunos países el sol de la cristiandad se pone, en Holanda ya pasó la hora más oscura de la noche. Los jóvenes que jamás han oído hablar de la redención, tienen preguntas existenciales: ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿Para qué es todo esto? Solo necesitan un chispazo para que el fuego de la fe se encienda fervientemente… Y eso da esperanza.