Es una mujer de color (se sobreentiende que de color negro, pero lo tiene muy acharolado y la dentadura muy blanca) que vino de Santo Domingo hace un montón de años, y se incorporó como cuidadora de la familia Olaizola, y ahí sigue.
Si mal no recuerdo al primero que cuidó fue a mi nieto Jaime cuando era un bebé, y ahora Jaime tiene treinta años y es un alto ejecutivo de una multinacional con sede en Bélgica, aguantando chaparrones, pero no se olvida de su querida Mencía y la visita cuando viene a España.
En tantos años ha cuidado a un montón de nietos míos, que soy incapaz de reproducir, y desde que me quedé viudo, va ya para cinco años, me cuida a mí, porque se han empeñado mis hijas. Tengo cinco, pero valen por diez, como poco.
“¡No puedes vivir solo!” dijeron a una las cinco, y me asignaron a Mencía, con instrucciones muy precisas. Tiene que venir a mi casa antes de las ocho de la mañana para que cuando me levante yo, ya esté ella cuidándome, aunque yo no sé muy bien en qué consisten sus cuidados, salvado lo de prepararme el desayuno, que tampoco es nada del otro mundo: un café con leche, con un sobado.
El resto de la mañana se la pasa dando vueltas por el piso y limpiando cristales que, sin duda, son los cristales más limpios del mundo.
Una de las instrucciones más precisas que le han dado mis hijas es que no me puede dejar solo, hasta que no llegue algún hijo mío, que como pronto suelen llegar hacia las dos del mediodía.
Para esa hora Mencía ya había limpiado varias veces los cristales, y a partir de las doce y media o una, yo le rogaba que se marchara a su casa y durante meses mantuvimos un forcejeo porque ella alegaba que no se podía marchar hasta que no llegara algún hijo mío.
Al final llegamos a un acuerdo que se le ocurrió a ella. “Si usted me jura –me dijo– que se va a sentar en ese sillón, sin moverse para nada, acepto el marcharme”. Por lo visto tenía miedo de que si me movía me podía caer ¡y menuda responsabilidad!
Crucé los dedos, que es lo que hay que hacer cuando se jura en falso, y le juré que no me movería del sillón. Es un sillón grande y cómodo, que se encuentra en la sala principal; me hizo sentar en él, me dio una revista para que me entretuviera y se marchó tranquila, después de hacerme repetir varias veces mi promesa o juramento.
En cuanto desapareció por la puerta, yo hice lo que me dio la gana, que era cualquier cosa menos estar sentado en el sillón. Así es la vida.
Lo curioso de Mencía es que me besa, con diversos pretextos, bien al encontrarme por la mañana, bien al despedirse, o incluso cuando le cuento un chiste que le hace gracia. ¡Cómo han cambiado los tiempos! ¿Cuándo se ha visto que una criada bese a su señor? Pues se ha visto en la calle Comunidad de La Rioja, La Rozas, (Madrid) que es donde vivo yo. Ella me suele besar en una mejilla, y yo correspondo besándola en las dos.
Como sigamos así, no sé cómo vamos a terminar.
Fake medieval
Mi camino hacia el Occidente asturiano no lo hago por Lugo sino por León. A veces, con buen tiempo, atravieso Pajares, una opción tortuosa pero