El primero fue Pío XII. Elegido en 1939, falleció en octubre de 1958 cuando yo estudiaba primero de Derecho. Nos dio la noticia un profesor de la Facultad y me quedé desconcertado. Pío XII era más que un personaje importante. No dudaba de que era santo. Fue un maestro y una referencia ética de alcance universal. Además era mi Papa, ¿cómo podía morir? Él definió el dogma de la Asunción de María a los Cielos; fue autor de 41 encíclicas, algunas trascendentales, y en la segunda guerra mundial salvó de la muerte a miles de judíos…
Con los años, su figura se ha agigantado. Benedicto XVI lo nombró “venerable” como paso previo a su canonización. Pronto será santo.
San Juan XXIII, elegido aquel mismo octubre, nos ganó con su mirada traviesa y su sentido del humor. ¿Cuántas personas trabajan en el Vaticano?, le preguntaron un día. “Aproximadamente la mitad”, respondió.
Dijeron que su pontificado sería de transición, y sí, fue breve. Falleció cuado yo terminaba la carrera; pero de transición nada; convocó y puso en marcha el Concilio Vaticano II, y sus dos grandes encíclicas —la Mater et Magistra y la Pacem in terris— siguen vivas. Impulsó el diálogo ecuménico, y, sobre todo, fue un hombre de Dios, de fe sólida y piedad conmovedora. Fue canonizado en 2014.
San Pablo VI, elegido el 21 de junio de 1963, gozaba de enorme prestigio no solo en la Iglesia. A nadie sorprendió su elección. Por una vez acertaron los quinielistas. ¿Progresista? ¿Conservador? Fue valiente. Encauzó el Concilio hasta llevarlo a término, y se enfrentó al terremoto doctrinal del posconcilio, cuando parecía que todas las verdades de fe estaban en discusión. Su encíclica Humanae Vitae fue profética, y la Misterium Fidei puso freno a los errores eucarísticos que atentaban contra la Santa Misa y la presencia real del Señor en la Eucaristía.
Falleció el 6 de agosto de 1978 en Castelgandolfo. Yo estaba a pocos metros y pude oír el toque de las campanas que lloraban su muerte. Es santo también desde 2014.
El Beato Juan Pablo I, elegido casi por aclamación, es recordado en Italia como Il Papa del Sorriso y como Il Sorriso di Dio. La revista Time se refirió a él como “The September Pope” (“El Papa de septiembre”). Su pontificado duró 33 días, suficientes para que su santidad y su sonrisa devolviera a la Iglesia el optimismo sobrenatural que parecía perdido.
Camino de Castelgandolfo oí por la radio la noticia de su muerte, y se produjo un atasco monumental en la carretera. Cientos de conductores salieron de sus coches en una espectacular manifestación de duelo al modo italiano. Juan Pablo nos sonreía desde el Cielo.
San Juan Pablo II fue un huracán. Estuve en su elección y lloré su muerte ya en España. Asistí a audiencias, encuentros y tertulias durante 25 años. Santo súbito! pedían los fieles en la Plaza de San Pedro, y la gran campana, que sonó durante horas, parecía unirse a ese clamor.
Benedicto XVI, el Papa Ratzinger, aún no ha sido canonizado. Tiempo al tiempo. Fue una de las cabezas más lúcidas de Europa. Insultado y maltratado por los mediocres, los desarmó con su sabiduría y humildad llena de afecto.
Y Francisco. Aún seguimos conmovidos por su rico legado y su entrega generosa hasta el final.
El Espíritu Santo gobierna la Iglesia. Solo así se explica que, en este siglo descreído, empeñado en expulsar a Dios de nuestras vidas, surjan —¿de la nada?— siete gigantes como los Papas de mi vida.
Hoy quiero agradecérselo al Señor y a su Madre Santísima mientras encomiendo al próximo, que será mucho más joven que yo.
Todavía
—¿Todavía conduces?No me hizo gracia la pregunta de Andrés, mi viejo cómplice pajarero. Me la soltó así, sin anestesia, hace tres o cuatro veranos en