Líbano: urgencia humanitaria

Los cristianos, víctimas en el conflicto entre Hezbolá e Israel en el país de los cedros, se encuentran en una situación crítica
Una familia huye de la guerra con sus pertenencias.

El Líbano lleva más de un año sumergido en la guerra entre Hezbolá e Israel. El conflicto ha supuesto varios miles de víctimas, entre ellas 240 niños en estos momentos, y ha arrojado a las carreteras a más de un millón de personas. A pesar de la crisis que atraviesa el país, se organiza la solidaridad, pero la situación es grave.
Enfrentado ya a una crisis económica sin precedentes, aún recuperándose de los daños causados por la explosión del puerto de Beirut en agosto de 2020, el Líbano tiene una parte de su territorio arrasado e inhabitable. Con la llegada del invierno, si la guerra entre el Hezbolá libanés e Israel continúa, la situación humanitaria podría volverse dramática.
El conflicto que estalló el 8 de octubre de 2023 se ha intensificado desde el 17 de septiembre con el ataque de los “bipers”, lanzado por el Estado hebreo. Hasta ahora, finales de noviembre, cerca de cuatro mil personas han muerto y más de 16.500 han resultado heridas en el lado libanés, sin contar a los desaparecidos sepultados bajo los escombros.
A este macabro balance hay que añadir el millón doscientos mil desplazados del sur del país, de la Beqaa y de los suburbios del sur de la capital. Tras recibir la orden de evacuación de parte de los israelíes, los habitantes tuvieron entre media y una hora para abandonar sus casas, dejándolo todo atrás. A veces lo perdieron todo. Los más acomodados económicamente alquilaron viviendas en zonas a salvo de los combates. Otros fueron acogidos por familiares. Y otros más encontraron refugio en escuelas requisadas para la ocasión o en centros dedicados al efecto. Por último, algunos se quedaron en aparcamientos, plazas públicas y aceras. Refugiados bajo tiendas o en sus vehículos, se agarran a las noticias en sus teléfonos. En la región de Beirut hay casi 55.000 personas en refugios y 172 escuelas, y más de 300.000 en casas o pisos.
En la ciudad de Antelias, al norte de la capital, el Centro HADEAL, apoyado por la ONG francesa L’Œuvre d’Orient, acoge a 150 personas que han huido del sur del país. Cristianos y musulmanes. Su director, Charbel Merhej, y su equipo se esfuerzan por hacerles la vida más fácil, proporcionándoles bienes de primera necesidad y un oído comprensivo para curar las heridas internas causadas por esta tragedia.

Bombardeos diarios

Ahora, el sur se parece a un paisaje lunar. Todos los días, el ejército israelí bombardea y destruye aldeas debido a la presencia del Hezbolá. Hasta ahora, los contados pueblos cristianos fronterizos como Rmeich, Debl, Aïn Ebel o Qawzah han escapado a la destrucción. Pero sus habitantes han tenido que huir porque están totalmente aislados y sólo pueden abastecerse de alimentos y combustible con gran dificultad. Sin combustible, la población no tiene electricidad. Por falta de electricidad estatal, los generadores proporcionan la energía, pero hay que alimentarlos. Pasa lo mismo en lo que se refiere al agua: se necesita combustible para los generadores para que las bombas de los pozos puedan funcionar y distribuir agua a los hogares. Un último factor que compromete la posibilidad de permanecer en el sur es que la principal fuente de ingresos de los habitantes es la producción de aceite de oliva. Desgraciadamente, los olivares han sufrido daños importantes a causa de los proyectiles. Además habrá que verificar si el uso de fósforo blanco no ha contaminado la cosecha.
Fadi llegó de Qawzah el 10 de noviembre del año pasado con su mujer y sus cinco hijos. No quería abandonar su pueblo a pesar de los bombardeos, pero tenía miedo por sus hijos. A pesar de las dificultades financieras, tiene que buscarles una escuela privada, ya que las públicas están cerradas para acoger a desplazados. Fadi sigue esperando que vuelva la paz: no soporta estar lejos de casa y de una parte de su familia. Pero teme que no llegue pronto porque, asegura, “esta nueva guerra es peor que la del 2006 y cada día es peor y más difícil que el anterior”.

Los cinco hijos de Fadi, que tuvo que huir de los bombardeos.
Los cinco hijos de Fadi, que tuvo que huir de los bombardeos.


Leila también es de Qawzah. Vino aquí hace un año con sus hijos y cuatro nietos. No quería abandonar el pueblo, pero los bombardeos eran muy intensos y los niños estaban muy asustados.

Víctimas colaterales

Por su parte, Badi huyó de Rmeich, también en la frontera israelí. Cuenta: “Me fui hace un año y diez días”. Con una precisión que enseña cómo le pesa este exilio motivado por la enfermedad de su mujer, que se agravó con el fósforo blanco utilizado por el ejército israelí. Aunque admite que se siente bien en este centro, Badi está preocupado por sus hijos. Dos de ellos son soldados, y se han quedado en el sur en plena guerra. El tercero se fue a Europa para continuar sus estudios. El menor está en el colegio y como Badi no puede pagar el transporte escolar le acompaña todas las mañanas.
Aunque el sur se ha convertido en un campo de ruinas, no duda: “Volveré a mi pueblo en cuanto cese la guerra. Pero este conflicto es más grave que el de 2006, porque países como Irán, Yemen e Irak están implicados”. Cristiano, Badi lamenta que este conflicto haya dañado un poco las relaciones entre cristianos y musulmanes. De hecho, la mayoría de los cristianos consideran que esta guerra no es suya aunque sí tienen que soportar las consecuencias. Al mismo tiempo, sus vecinos chiítas quisieran que apoyaran activamente la “resistencia” y permitieran a los combatientes de Hezbolá disparar cohetes contra Israel desde sus pueblos, algo que los cristianos no quieren hacer para no sufrir represalias sangrientas.
Los migrantes son víctimas colaterales de este conflicto y son muy vulnerables. Al principio, se les podía encontrar apiñados en tiendas instaladas en descampados. El refugio de la iglesia de San José en Beirut es casi el único centro de acogida para los no libaneses. El edificio fue renovado después de la explosión del puerto, y acoge a ochenta personas, entre ellas treinta niños. Lo gestiona el Servicio Jesuita a Refugiados (JRS).
Ibtihal es sudanesa. Llegó al Líbano hace seis meses, sin saber que el país estaba en guerra. Cuando se produjo la explosión en el barrio beirutí de Basta, donde vivía con su marido y la hija de 4 años de este, la familia abandonó la casa. Embarazada de dos meses, Ibtihal no acudió a su cita con el ginecólogo a causa de la situación. Así que está encantada de que la trabajadora social del refugio, Sheryl Majdalany, haya conseguido que venga uno. Tímida, le cuesta imaginar el futuro, pero de momento se conforma con haber conocido a personas de su comunidad refugiadas aquí.
Originaria de Etiopía, Taadelo procede de Nabatiyeh, la localidad del sureste del país cuya población es en su mayor parte chiita, y especialmente atacada por los israelíes. Taadelo llegó en septiembre con su marido y su hijo de 5 años. Es cristiana. Es tímida. En Nabatiyeh trabajaba como mujer de limpieza en un centro médico, mientras que su marido limpiaba en un restaurante. Cuando se intensificaron los ataques contra la ciudad, huyeron en moto.
Además del más de un millón de libaneses desplazados, el Líbano tiene que hacer frente a la presencia en su suelo de casi dos millones de refugiados sirios y casi 400.000 refugiados palestinos que llevan allí desde la creación del Estado de Israel en 1948, principalmente en doce campos de refugiados.

Campos de refugiados

El campo palestino cristiano de Dbayeh, al norte de Beirut, acoge a un centenar de familias de desplazados libaneses y palestinos cristianos y musulmanes. La mayoría de los refugiados locales se han ofrecido a compartir los refugios que ocupan desde hace varias décadas con estos nuevos exiliados.
Entre ellos hay palestinos como Wassim, que llegó el 15 de octubre de Maghdouche, una ciudad cerca de Saïda, con su esposa Micheline, sus cinco hijos (de entre 24 y 16 años) y su suegra. “Todos los pueblos de los alrededores de Maghdouche han recibido la orden de marcharse, y nosotros no. Pero yo no tengo coche. Pensé que si llegaba un día la orden de evacuación no podríamos huir porque no tenemos vehículo”. Así que los siete miembros de esta familia cristiana aprovecharon de que un vecino se iba a Beirut para irse con él. Sólo llevaron consigo la ropa que llevaban puesta. A pesar de que Georgette, la pariente que los acoge, no deja de decirles que este es su hogar, ellos quieren volver a su casa del sur.
También el campo palestino ofrece refugio a libaneses, como Nazirah y Antoine, que son de Aïn Ebel. Ellos también son gente sencilla que no tiene coche. Cuando uno de sus vecinos se echó a la carretera, vinieron con él.
Poca gente se quedó en este pueblo cristiano de Ain Ebel, en la frontera israelí: unas treinta personas. Entre ellas está Sarah, una trabajadora social que también trabaja para el Consejo de las Iglesias del Medio Oriente. Apoya a las familias cristianas de Aïn Ebel que no han querido irse del pueblo y a las cuarenta familias que se han refugiado en la vecina ciudad de Rmeich.
Sobre todo, Sarah quiere llamar la atención sobre la situación de los cristianos del sur que resisten en su propia tierra a pesar de verse atrapados en un círculo vicioso entre los combatientes de Hezbolá y el ejército israelí: “Vivimos angustiados y bajo la amenaza constante de que se intensifiquen los combates. Estamos totalmente aislados. Han cerrado las carreteras. Ya no tenemos acceso a los servicios básicos ni a la atención médica. Los niños ya no pueden ir a la escuela. Necesitamos ayuda humanitaria urgente y que se establezcan corredores para proporcionar a los civiles un mínimo de seguridad”.
A la pregunta de si se siente amenazada, Sarah responde: “no directamente, aunque el peligro está en todas partes”. Pero insiste: “¡Yo no me iré nunca de aquí!”.

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