La Torre de Babel

Este lío de los idiomas tiene sus raíces teológicas. Según el Génesis, después del diluvio universal los descendientes de Noé hablaban un solo idioma, ¡qué maravilla!
Pero de repente decidieron construir una torre que llegara hasta el Cielo, lo cual no le gustó nada al Dios de Noé (Yavé) y decidió que en todos los lugares de la tierra hablaran distintos idiomas, algo que fácilmente consiguió porque para eso era Dios.
¿Cómo me ha afectado a mí esta decisión? Pues complicándome bastante la vida. Para empezar los OIaizola somos oriundos de Zumaya, en donde mi padre tenía un negocio de pesca y todos mis hermanos mayores –yo soy el pequeño de nueve hermanos– hablaban el euskera. Yo no, porque me eduqué en Donosti, donde se consideraba el euskera lenguaje de paletos.
Pero luego vino una guerra civil, conocida como el Alzamiento Nacional, en el que los vascos no se portaron demasiado bien, según los vencedores, y durante unos años estuvo prohibido hablar el vascuence, que se consideraba un lenguaje revolucionario. Pasado bastante tiempo, aflojaron el rigor y de nuevo autorizaron a hablarlo. A mis hermanos mayores les hizo ilusión y dos de ellos fueron a una misa que se celebraba en Usurbil, pueblecito próximo a Donosti, en euskera. Pero no era el euskera de la gente del mar, que era el que conocían mis hermanos, sino una especie de arreglo que se llamaba “batua”. Esos dos hermanos, Manolo y Santos –el primero era versolari– asistían a la misa con cierto desconcierto, y cuando llegaron al Credo, Manolo le dijo a Santos: “Esto no lo entiende ni Dios, yo por si acaso voy a rezar en castellano”. Cuento esta anécdota como ejemplo de las complicaciones que comporta la variedad de idiomas.
En lo que a mí respecta la situación es la siguiente. Hace más de setenta años, que era cuando yo estudiaba el bachillerato, el segundo idioma era el francés; luego, cuando Hitler comenzó a dominar Europa, se cambió por el alemán, y cuando vino la debacle nazi creo que pasamos al inglés, con lo que conseguimos no hablar ninguno de los tres idiomas.
En mi vida, ya lo he contado, ha habido dos épocas: una primera, en la que era un baldarra que no daba golpe, y una segunda, en la que gracias a mi mujer –la que me está esperando el Cielo–, me convertí en un hombre de provecho con negocios internacionales, y no me quedó más remedio que aprender inglés, para lo cual me tuve que pasar dos largos veranos en Inglaterra, uno en Hastings y otro en Cambridge, con toda la familia –he tenido nueve hijos– porque deseaba que ellos también lo aprendieran.
En Cambridge teníamos un río precioso, y mis hijos aprendieron a remar de maravilla, pero del inglés salieron “sicut tabula rasa in que nihilum scriptum est”. Yo, qué remedio, logré defenderme en ese endemoniado inglés.
En cambio ahora todo son satisfacciones, no porque lo hable mejor, sino por lo bien que lo hablan mis nietos. Lo hablan con tanta soltura que lo considero como una reivindicación de los apuros que pasé yo para mal hablarlo. De los 25 nietos que tengo, veinte por lo menos lo hablan con gran dominio. Y no solo el inglés, sino también otros idiomas. Por ejemplo, mi nieta Marta, con algo más de veinte años, habla el castellano, el inglés y el italiano, y tengo un biznieto que se maneja hasta en ruso. Aunque el mérito sea suyo, yo lo considero un triunfo personal. ¿Por qué? Porque me encanta tener unos nietos tan listos.

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