Lo verían todos ustedes porque ha corrido como la pólvora, esos videos tras la DANA, en Paiporta, cuando un sujeto lanzó el palo de una escoba al presidente del gobierno y otro —no sé era el mismo— que apaleó uno de los coches de la comitiva presidencial. Seguro que lo recuerdan.
El caso es que el ofendido no estaba dispuesto a dejar sin castigo tal afrenta y allá que mandó —lo dicen las crónicas— a una unidad de élite de la Guardia Civil. Su misión, detener a esos criminales. Y allá fueron y cumplir la orden fue pan comido.
Puesto a disposición judicial, todo quedó en nada. Pero me detengo en un comportamiento ejemplar. Los fiscales no pidieron al juez la prisión provisional ni acusaron de un delito de atentado. Hasta aquí todo normal, procesal y jurídicamente normal, pero todo se anormaliza cuando se entremezclan los intereses político-personales del afrentado. Y las órdenes corrieron. Al parecer —y lo confirman algunas crónicas—, desde la cúpula fiscal valenciana se ordenó acusar de atentado, los fiscales discrepantes quedaron apartados. Como conjeturo, no es difícil deducir que esos jefes recibieron, a su vez, órdenes superiores, así hasta la cima, todo para calmar la ira de quien se consideraba públicamente humillado.
A diferencia de los jueces, los fiscales están jerarquizados, incluso emplean un lenguaje cuasi militar: fiscal-jefe, teniente fiscal, destacamento…; esto no impide que puedan mantener un criterio discrepante frente a sus jefes y en este caso uno de ellos exigió que la orden se la diesen por escrito. Estos fiscales ejercieron lo que da sentido a su función, la defensa de la legalidad, no de los intereses políticos. Lejos de lo que vemos en las películas americanas, aquí el Estado hace Justicia de dos formas: pidiendo que se haga y haciéndola. Lo primero corresponde a los fiscales, lo segundo a los jueces. Se explica así que un fiscal, si procede, no acuse y pida la absolución o el archivo de un asunto, sencillamente porque está para pedir que se cumpla la ley.
Y todo esto en medio de la tragedia de la DANA, que ha mostrado cómo reacciona la gente anónima. Es esa que ha ayudado de la forma en que ha podido, pero ha ayudado sacando lo mejor de cada uno. Unos poniéndose de barro hasta las cejas, otros ayudando desde la distancia y otros —en el caso de esos fiscales— no dejándose manipular. Cada uno ha puesto su granito de arena en medio de ese drama. Y quien dice ciudadanía anónima o fiscales dice, además, todos esos servidores públicos también anónimos. Ciudadanos o servidores, su inquietud ha sido ayudar, unos llevados tan sólo de un sentido ético natural y otros porque, además, era su obligación.
El contraste viene de la vida política. Ya sean de un color u otro, la reacción del político la conocemos. Lo primero no ha sido ayudar a los miles y miles de damnificados sino sacudirse de responsabilidades, echarle la culpa al adversario y, si procede —y desde luego que siempre procede— armar un “relato” que les salve la cara o, peor aún, un relato con el objetivo o de mantenerse en el poder o para acercarse a él o para tapar las decenas de escándalos que le rodean.
A esos miles de voluntarios o de servidores anónimos, los tengo como gentes revolucionarias porque suelo pensar que, probablemente, la mayor revolución que cabría esperar hoy en España es que todos cumplamos con nuestras obligaciones, morales o profesionales, o ambas: ¿se imaginan cómo cambiaría nuestro país si, en efecto, todo el mundo no tuviera más empeño que hacerlo? Y no digamos si a ese empeño por cumplir esas obligaciones se añade hacerlo lo mejor posible. No planteo una utopía, sólo eso: que cada uno se proponga cumplir, y cumplir bien, con sus obligaciones.
Fake medieval
Mi camino hacia el Occidente asturiano no lo hago por Lugo sino por León. A veces, con buen tiempo, atravieso Pajares, una opción tortuosa pero