Fake medieval

Mi camino hacia el Occidente asturiano no lo hago por Lugo sino por León. A veces, con buen tiempo, atravieso Pajares, una opción tortuosa pero compensada por lo espectacular del paisaje. En el puente de diciembre volvimos y ya, con las primeras nieves, el sentido común imponía la autopista. Esta vez paramos en León: hacía muchos años que no visitaba esta ciudad.
Lo que ahora me llamaba era volver a contemplar su catedral. La primera vez que la ví —apenas un adolescente— me dejó impactado; es lo que tienen las primeras impresiones: son las que quedan en la memoria. Era un día soleado, veraniego y sus vidrieras iluminaban toda la catedral. Esa impresión revivió el pasado diciembre, aunque fue con las luces de las primeras horas de un atardecer otoñal y un sol apagado. La impresión revivió y, ahora, ya desde la madurez y algo más, entendí qué querían decirnos cada una de las vidrieras.
Coincidió que, por esas fechas, en Francia renacía la catedral de Notre Dame de París, tras el incendio de 2019. Fue algo más que una reapertura, más que la alegría de verla resurgir de sus cenizas: los franceses, tan celosos y orgullosos de lo suyo, hicieron de esa ceremonia un acontecimiento internacional, un verdadero acto de Estado. Un realce potenciado por la idiosincrasia gala y por el hecho de que Notre Dame es también propiedad del Estado. Más un símbolo nacional.
Lejos de mi intención comparar catedrales porque habría que emplazar para ese juicio a la de Milán, Colonia, Reims o, aquí, la de Burgos, Segovia, Salamanca o Toledo, Oviedo, Sevilla o Palma de Mallorca. Yo, pobre de mí, no he estado ni en París, ni en Colonia, Milán o Reims, así que esa comparación la dejaría entre las nuestras y, aun así, renuncio. Sí me quedo con esa cantinela que tilda de bárbaros y oscuros los siglos de las catedrales; es más, fruto de esos prejuicios, hoy lo “gótico” se identifica con lo siniestro. Se me podrá decir que ese prejuicio se reserva a la Alta Edad Media, no tanto para la Baja, que es cuando florecen esas grandes catedrales y que anunciaban el Renacimiento.
No soy historiador pero si miramos a esa Alta Edad Media, con el encanto del arte románico, la belleza del gregoriano o los monasterios que preservaron la cultura clásica, no es difícil concluir que llevamos muchos años padeciendo mucha impostura histórica. No sé a ustedes, pero a mí me inculcaron lo del Siglo de las Luces en contraposición al oscurantismo medieval o la Revolución Francesa como el punto de inicio de la modernidad, de las libertades, frente al salvajismo del medioevo. Pero la sospecha de manipulación salta cuando ves sus obras.
Y es que hay motivos para sospechar y para molestarse. Viendo la luz que se colaba a través de las vidrieras de la catedral de León ¿quién puede hablar de oscurantismo?; ante lo que fue la Guerra de la Vendée, ¿quién no ve que la Revolución Francesa tiene el honor de liderar el primer genocidio moderno?
Podríamos seguir, como con la idea de que esos salvajes medievales fijaban la legitimidad del rey en su sometimiento a la ley de Dios, que le limitaba y le hacía responder ante su pueblo, muy distinto de esos reyes absolutistas, posteriores, primicias de los modernos totalitarismos.
Sobre estos mitos y falsedades se ha escrito por historiadores que saben ser divulgativos, es decir, hablan para los que somos vulgo. Si a diario procuramos estar prevenidos de tanta noticia manipulada, no vendría mal que empecemos también a estarlo ante un relato de la Historia —así con mayúscula— desde hace ya tiempo falseado. O fake, que dirían los modernos.

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