El Greco no es lo que pensabas. O mejor dicho, no solo es quien pensabas. Aunque el título de este artículo pueda quedar que ni pintado.
El Greco es el Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa.
Hace unos meses (y aún no había jarreado), el diario El Mundo publicaba que este organismo acababa de concluir que “España no ha implementado de manera satisfactoria ni ha abordado de forma satisfactoria ninguna de las 19 recomendaciones contenidas en el informe de evaluación de la quinta ronda”. Ninguna. Y esa quinta ronda -y lo que te rondaré, morena- se refiere a “la prevención de la corrupción y al fomento de la integridad en los gobiernos centrales y los organismos encargados de hacer cumplir la ley”.
Un retrato duro. Pero certero. Que no puede ni debe ignorarse. No es algo menor. Es grave. Y sobre ello quiero pensar contigo.
A mis 63 años (soy todo un boomer, gracias a Dios y a mis padres), he vivido tiempos en los que la corrupción era uno de los asuntos que más preocupaba a la ciudadanía. Hoy, aunque el problema se ha agravado y el hedor es insoportable, parece que algunos hubieran bajado los brazos. Como si lo hubieran normalizado. Como si ya no escandalizara. Como si estuvieran narcotizados. Y eso, además de triste, es peligroso.
Recuerdo una anécdota -no ocurrió en España- que ilustra bien esta deriva. Uno le dice al otro: “¿Sabes por qué somos el segundo país más corrupto del mundo y no el primero?”. Y el otro responde: “Porque hemos pagado al que hace el ranking”. Humor ácido, sí, pero también reflejo de una resignación que, terriblemente, cala.
Dimitir no es un nombre griego, aunque a veces lo parezca. Y la ejemplaridad, que debería ser norma en quienes ocupan puestos de responsabilidad, se ha vuelto excepción. De lo moral ya casi ni hablamos: como si fuera un lujo o una antigualla. Y sin embargo, necesitamos ética para un futuro halagüeño. Responsabilidad para ganar confianza. Sin confianza no hay comunidad de personas libres en un proyecto compartido.
La sensación de impunidad es lo peor. Como si nada tuviera consecuencias. Como si lo importante fuera resistir, y tapar, y no responder. Como si lo de rendir cuentas fuera cosa del pasado. No lo es. No hace falta una sentencia firme en el ámbito penal para que algunos asuman responsabilidades. Ni tener que repetir una y otra vez que la mujer del César ha de ser honrada. Y parecerlo. El panorama podría generar desolación y desafección.
Pero -y esto es clave- hay motivos para creer. La luz sigue encendiéndose cada mañana en millones de hogares donde se educa en el esfuerzo, la honradez y el respeto. En quienes madrugan para hacer bien su trabajo o conseguir su título de estudios honradamente. En esos jóvenes que se forman no solo para tener un futuro, sino para transformarlo en algo mejor al servicio del bien común. En quienes, sin cargos ni focos, saben que servir es mucho más que mandar; y que servirse.
Y también quiero poner mi fe en las instituciones, sí. En las que no se dejan colonizar, amedrentar, ni paniaguar. Porque aún quedan profesionales comprometidos, jueces que no se dejan presionar, servidores públicos, periodistas que no se venden. Personas que creen que la ley debe aplicarse.
El Greco nos pinta un retrato oscuro. Pero, como en sus lienzos, también hay luz. Y basta con que se proyecte en los lugares clave -la conciencia, la familia, la cultura- para que la oscuridad no tenga la última palabra.
Porque puede que no seamos aún lo que soñamos. Pero no estamos condenados a seguir siendo lo que hoy nos pintan. Y la palabra la tienes tú. No mires a otro lado. ¿Qué puedes, qué debes, -qué puedo, qué debo- hacer -siquiera sea en mi metro cuadrado- para denunciar lo que vivimos y, sobre todo, para cambiarlo? ¡A por ello!
Todavía
—¿Todavía conduces?No me hizo gracia la pregunta de Andrés, mi viejo cómplice pajarero. Me la soltó así, sin anestesia, hace tres o cuatro veranos en