A estas alturas de mi vida me da por pensar en tonterías de mi pasado, que fue larguísimo.
Cuando tenía cinco años me sentía bastante desgraciado por lo siguiente: era el pequeño de nueve hermanos, y quería mucho al mayor, Gaspar, con el que me llevaba veinte años.
Pero mis otros hermanos no le querían tanto porque había padecido de pequeño una meningitis de la que salió con vida, pero hacía muchas cosas raras. Sobre todo mi hermana –la única chica entre tantos chicos– era muy severa y le reñía continuamente, y a mí me daba mucha pena, y yo procuraba defenderle con poco éxito. Por ejemplo, le encantaba leer el periódico y se sentaba encima de él para que no se lo quitasen. ¡Qué broncas a cuenta del periódico! Pero Gaspar las aguantaba porque no tenía a dónde ir a vivir.
Este sufrimiento me duró años, hasta que se produjo el milagro: sin decirnos nada, se presentó a unas oposiciones del Ayuntamiento de San Sebastián, nuestro lugar de residencia ¡y sacó plaza de funcionario!
Su reacción fue curiosa. Se buscó una habitación en el barrio viejo de la ciudad, y ya no quiso saber nada de la familia. Ni incluso de mí, que le había tratado con cariño. Si me veía por la calle me daba un bufido, y me mandaba a hacer puñetas. O sea, que seguí sufriendo, pero por otro motivo.
Dejé de sufrir cuando yo ya estaba casado y con hijos y Gaspar, con más de sesenta y cinco años, se jubiló con una pensión muy pequeña, que no le daba para vivir, y los hermanos nos portamos muy bien.
Hicimos un fondo y le buscamos una residencia de lujo, junto al río Urumea, en la que Gaspar estaba feliz y volvió a querernos. Yo le visitaba con frecuencia y me tronchaba de risa con sus reflexiones.
Fueron años muy felices, hasta que se murió. Cuando se puso muy enfermo –no recuerdo de qué enfermedad– lo trasladamos al domicilio familiar, que lo teníamos en la calle Miracruz.
Murió plácidamente y me emocionó mucho contemplar cómo mi hermano Manolo, el que le seguía en edad, se abrazó a su cadáver, llorando y rezando una oración.
Me consoló ver que no era yo el único que quería Gaspar.
Todavía
—¿Todavía conduces?No me hizo gracia la pregunta de Andrés, mi viejo cómplice pajarero. Me la soltó así, sin anestesia, hace tres o cuatro veranos en