Consuelo de los migrantes

En 2020, en tiempos de pandemia, el Papa Francisco incorporó tres nuevas invocaciones a las letanías del Santo Rosario, una de ellas “Consuelo de los migrantes”, en latín Solacium migrantium. Una iniciativa que incidía en una de las líneas más fuertes de lo que estaba siendo su pontificado; con hechos ya lo demostró cuando, apenas unos meses de iniciarlo, visitó la isla de Lampedusa, centro por aquellos años de las tragedias en el Mediterráneo, mar convertido en fosa común.
Esa invocación no era ni de lejos un tema menor: marcaba la diferencia frente a los que han presentado a Francisco como una suerte de Gandhi, de Mandela o, quizás, de buen hombre planetario, defensor de los pobres y marginados, alguien que nos trajo palabras para muchos novedosas —al menos para mí— como las periferias o la cultura del descarte. Al decirnos que rezamos para que llegase consuelo a los migrantes mostraba que los veía con los ojos de Dios, que con esos ojos veía el fenómeno de las migraciones como un “signo de los tiempos”, del nuestro.
Es un tópico recordarlo, pero Francisco no ejercía de ONG, sino que ejercitaba la caridad, amor basado en el amor de Dios. Sólo una miopía extrema llevaría a comprenderlo como una suerte de colaborador de ACNUR o de la Cruz Roja. En esto me recordaba a Madre Teresa de Calcuta, ella en los pobres y Francisco en los migrantes, ambos veían a Cristo. Y hablar de los migrantes, darles prioridad en un pontificado es arriesgarse a la manipulación o, en el mejor de los casos, la malinterpretación.

A nadie se le esconde que hablar de migrantes, refugiados o desplazados, abona planteamientos simplistas, luego populistas. Sólo diré —no puedo evitarlo— que viviendo como vivimos una catástrofe demográfica que por sistema se les vea con recelo es injusto cuando, cada vez más, se cuenta con ellos. Me irritan quienes los ven como invasores y, sin embargo, no han querido tener más hijos o han preferido canjearlos por un coche, un apartamento en la playa o, últimamente, por una mascota.
No creo que sea difícil captar que el primer derecho de los migrantes quizás sea que no se haga demagogia a su costa, ni que se les convierta en mercancía de tráfico político e ideológico. Insisto, España vive gracias a ellos, pero no se ha debatido sobre cómo gestionar un fenómeno que mal gestionado y ordenado genera rechazo, desconfianza porque, es cierto, una cosa es acoger y otra hacer un política que queda en importar miseria e indigencia y sus derivadas.
Por eso quien entienda que Francisco ha propiciado o se ha alineado con la demagogia o con un falso humanitarismo que genera rechazo y xenofobia, es que no se ha enterado de nada. Francisco no ha dicho nada que choque o se aparte de la doctrina de la Iglesia, empezando por recordarnos que el propio Jesús fue migrante en Egipto. No ha hecho sino cumplir con su misión como Papa: confirmar en la fe. Nada distinto de los últimos Pontífices.
Tras la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial y ante millones de desplazados, la Constitución Apostólica Exul Familia de Pío XII fue el primer documento magisterial sobre migraciones. Y así tras el Concilio Vaticano II, Papa tras Papa. Especialmente duro fue Juan Pablo II al denunciar que la situación de los que abandonan su país para buscar un futuro lejos refleja la existencia de lo que llamaba “estructuras de pecado”.
Y lo veremos con León XIV. Se han resaltado sus críticas a Trump o a Vance en tuits y la cuestión no es que un tuit no sea magisterio, en ese momento episcopal. Es muy significativo que haya elegido ese nombre y, si pensamos en León XIII, en su encíclica Quam Aerumnosa, alertó sobre la necesidad de atender a los migrantes en todos los órdenes: en el pastoral y también en el asistencial, pues alentó la creación de organizaciones en su favor.

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