La última gran capilla universitaria acaba de inaugurarse en Madrid, en la Universidad Francisco de Vitoria. El autor es el vartista Alberto Guerrero, que ha concluido un trabajo en el que llama la atención su ábside en oro. Mundo Cristiano ha visitado el estudio del artista.
A Guerrero (Barcelona, 1975) le gusta pintar desde niño. Dudó en hacer Bellas Artes pero “lo veía muy anárquico”, así que se decidió por Historia del Arte y después se especializó en restauración de pinturas. Con un trabajo estable en un estudio de restauración en Madrid, viajó varios años a Egipto a restaurar arte copto y a Israel, Siria, Líbano. Pero siempre supo que en algún momento daría el salto a la pintura. “Como más he aprendido a pintar ha sido restaurando”, asegura. No le iba mal, pero se había dicho a sí mismo: “No puedo llegar a la ancianidad sin haberlo intentado”. Así que hace quince años se instaló por su cuenta y se puso manos a la obra con pintura abstracta, pero también figurativa. Prueba de esa última es el Diario de una Cuarentena, que editó en plena pandemia, en el que desgranaba en dibujos el día a día del confinamiento.
Se dejó guiar por la gente que le conocía bien y le animaba. Entre ellos, Patricia, que ahora es su esposa, pero que entonces no era más que una amiga. “A ti lo que te gusta es pintar”, le dijo. Fue un “quemar las naves, salir de mi zona de confort y apostarlo todo”. Por eso, reflexiona: “La gente estudia una carrera sólo por las salidas, pero lo importante en la vida es descubrir lo que a uno le apasiona y apostar por ello, trabajar muy duro y tomártelo en serio”. Lo dice él, que no es un artista de los bohemios, sino todo lo contrario, porque con cuatro hijos en casa “tengo unas rutinas muy marcadas”. Como Eduardo Chillida –“uno de los artistas que más me ha influido en cómo respetaba el material y dejaba que le hablara”-, se inspira trabajando.
Respecto a su pintura abstracta, admite: “cada cuadro lo veo como una historia”. Empezó pintando con mucha textura a base de superposición de capas con un foco de luz central y creando así la ilusión de profundidad, siguiendo la idea de que hay algo detrás. “Antes, con la restauración, quitaba capas para llegar a un original, y ahora pongo capas”. Así es por ejemplo uno de sus cuadros, redondo, en rojos y azules, hecho con pulpa de celulosa modelada con pigmento y látex.
En los últimos tiempos, no obstante, Guerrero tiende a simplificar y se ha ido a cuadros “absolutamente lisos”. Como los dos que nos muestra de la serie Desde lo profundo, en sólo dos tonos de azul, un color que “a mí me remite al misterio”, y con los que trata de “decir lo máximo posible con lo menos”. Aunque, reconoce, una obra deja de ser del artista cuando pasa a ser vista por el público. “Lo bonito del arte es que trasciende, te lleva a algo superior a la obra y al propio artista”.
Un año después de aquél salto a la pintura que realizó, el que entonces era párroco de Las Tablas le fichó para la iglesia, y así es como empezó Guerrero en el arte sacro. Pintó el mural de la cripta, el dorado del presbiterio y realizó el relieve de Buen Pastor en el frontal del sagrario. “Fue un reto precioso, vengo de restaurar iconos y me interesaba mucho el arte sacro”. También de su experiencia tenía la convicción del “papel que ha jugado el cristianismo en el arte occidental”.
Frente al judaísmo o al islamismo, que son iconoclastas, los cristianos determinaron, ya en el Segundo Concilio de Nicea (787), que no había ningún problema en representar a Cristo porque Él mismo ha dado su imagen. “Desde mi punto de vista -apunta-, esto fue un paso enorme”. Empiezan a surgir las grandes obras de arte del románico y el gótico -“los mejores artistas trabajan para la Iglesia”-, hasta que en el siglo XVIII “se produce el gran divorcio, con la Ilustración, entre el mundo del arte, del pensamiento y de la cultura, y la Iglesia”. El arte sacro se convierte entonces en “repeticiones de modelos del pasado”, nada alineado con el momento histórico que se vive.
En el siglo XX, en opinión del artista, “el arte que se ha hecho en la Iglesia es feo”. Por eso, y ya en el siglo XXI, “es un reto muy bonito intentar hablar al hombre de hoy con el lenguaje actual”, pero que se entienda, “no me gusta el arte que nadie entiende; a veces hay cosas tan raras…”. “El arte tiene que conectar con la gente”, subraya. “No creo en un arte con manual de instrucciones”.
A su vez es un “reto hablar al hombre de hoy de las verdades de siempre”. “El arte tiene que volver a la Verdad si no quiere agotarse en un puro formalismo”. Abunda Guerrero: “Volver a la fuente, y la fuente es inagotable porque es Dios mismo; ahí es donde está el filón”. Todo esto, sin ser rupturista.
Una capilla con retablo dorado
El ejemplo más reciente, la recién dedicada e inaugurada capilla de la Universidad Francisco de Vitoria, cuyo frontal en oro de 185 metros cuadrados es factoría de Alberto Guerrero. “La capilla de la UFV está anclada en el pasado porque, ¿hay algo más antiguo que un retablo dorado?”. Efectivamente, el oro lo usa, y mucho, en sus obras en espacios religiosos. “Por entroncarlo con la tradición y por su propia simbología: el oro remite a la realeza de Cristo, su divinidad, lo sagrado, y da tono cálido”.
Un proyecto que le hizo especial ilusión a Guerrero fue la capilla de la Fundación Bobath, de atención a la parálisis cerebral. “Era un espacio vacío, y fue bonito porque había que diseñarlo todo”. También le gustó la capilla del Colegio Internacional Kolbe, en la que reprodujo en oro un relieve de un crucifijo tallado en los muros de la celda de san Maximiliano Kolbe en Auschwitz.
Pintó asimismo el mural de la parroquia Santa María de Majadahonda, que en realidad fue un “fondo para la cruz”. “La cruz es una paradoja humanamente hablando, porque es un fracaso, pero es lo que nos trae la posibilidad de salvarnos; en ese mural está representada la gloria, en una explosión de luz, que nos deja el sacrificio de la cruz”.