Tiene miedo a la muerte? Se lo pregunto al Dr. Enric Benito: “Después de acompañar a mucha gente, sé que no somos lo que parece que somos. Esto –se señala el cuerpo– es el ‘traje’ que llevo puesto y que un día se hará mayor y tendré que dejarlo. Y esto –con las manos ‘se enmarca’ todo él– se irá de aquí. Y se abrirá otro espacio donde hay paz y gloria y un gran júbilo… Sé que el proceso de morir está bien organizado. Y no: no tengo miedo”.
Enric Benito es médico oncólogo, pero, sobre todo, paliativista. De intento remarco el “pero”, por el cambio de rumbo que hubo en su vida, en plena crisis de los cuarenta. “Me dedicaba a la oncología y había triunfado académica, económica y personalmente… Se podría decir que no me faltaba nada: una casa en Mallorca, al lado del mar, una mujer que todavía me quiere y lleva cincuenta años conmigo, dos hijos…, o sea, lo tenía todo. Y, sin embargo, estaba profundamente triste por dentro y no sabía por qué”. Así, para él empezó un viaje que duró seis meses. “Menos mal que esposa e hijos le aguantaban –habla en tercera persona–; porque él no podía ni consigo mismo”.
Entonces, psiquiatra: depresión por estrés. 45 años. Prozac. Restreñimiento y sequedad en la boca. Y psicólogo: “Me ayudaba a salir del laberinto de una auténtica noche oscura del alma, una crisis existencial”.
Hundido en la profunda tristeza y cansado de vivir –“era un infierno”, asegura– decide buscar respuestas y, entre otras, retomar el yoga que había conocido en la adolescencia. Veía que el problema era del espíritu, “abandonado, tras mi rechazo de la religión, a los 19 años”. En un viaje a la India, con un grupo de mallorquines, conoce a un maestro en esta disciplina oriental: “¿De dónde son?”, les pregunta. Españoles. “Entonces –explica el médico–, empezó a hablar en castellano: ‘Si son de España, ¿qué hacen aquí? ¿Qué han venido a buscar? ¿Por qué no escuchan a sus maestros: san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús o san Ignacio de Loyola, en lugar de venir a una tierra extraña buscando dioses desconocidos en una lengua que no es la suya?’”.
“Nos quedamos bastante sorprendidos”. No es para menos. Como se dice, fue un “zasca” en toda regla que activó el cambio. “Descubrí que el Dr. Benito se había traicionado a sí mismo. Que a los diez años se había prometido ayudar a la gente a morir bien, y no estaba haciendo eso, sino que, simplemente, se estaba haciendo famoso e importante”. Y vino el retorno al hogar. Al de verdad.
“Érase una vez un niño que se enfadó con la muerte”. Así podría haber empezado esta historia. La del niño Enric Benito que vio fallecer a su abuelo después de una enfermedad muy dolorosa. Y se enfadó con la muerte. “Me desgarró por dentro, me indignó. Aquel niño –cuenta– se prometió cambiar las cosas, porque aquello no podía seguir ocurriendo”. Y así se titula el libro que fue a presentar en la Universidad Internacional de Cataluña: El niño que se enfadó con la muerte. Con un subtítulo muy esclarecedor: Claves para entender y acompañar en el viaje definitivo. Un libro que no quería escribir…

“La cosa fue que un día la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, me llamó porque ‘una persona bastante conocida’ –me dijeron, cuenta Enric– quería hablar conmigo. ‘Enric, qué ganas tenía de conocerte. Quería darte las gracias, por lo mucho que me han ayudado tus vídeos para acompañar a mi Antonio’. Al otro lado del teléfono estaba Paz Padilla, que acababa de perder a su marido… Nos hicimos amigos y me pidió prologar su ‘bestseller’, El humor de mi vida. En la presentación en Madrid, hablé de estas cosas sobre el proceso de morir, siempre en tono provocativo, porque a mí me gusta poner humor y quitar hierro al asunto, que no es para tanto”.
—Y el editor le escuchó. Y le gustó. Y le pidió que escribiera sobre todo ello.
—Sí. Pero no quise, porque no tenía tiempo. Ni ganas. Cada cuatro meses me insistía, por WhatsApp, sin éxito. Así, durante dos años. Hasta que llegó un 13 de julio, día de mi santo, en que volvió a escribirme, aunque con un mensaje distinto: “Te quiero dar las gracias de parte de una amiga, porque tus vídeos le han ayudado mucho y me ha dicho que te recuerde que tienes que escribir ya”. Eso me hizo pensar: hay muchos libros que hablan de la enfermedad terminal y de la muerte, pero hay uno que no puede escribir nadie más que yo: el de las historias auténticas que he vivido. Porque me gustaría que la gente perdiera el miedo, se diera cuenta de que esto está bien organizado.
—Pero es normal tener miedo a la muerte, ¿no?
—Sí, claro. Hay una parte de nosotros que tiene miedo y otra que no. En cada persona, la proporción es distinta. Lo importante, me parece, es saber quién soy en realidad. Yo no soy mi sexo. Tampoco soy mi profesión, ni mi nombre, ni soy mi rol en la sociedad… Todo esto es el traje que llevo puesto y que, un día, se hará mayor y habrá que dejarlo y, entonces, se me abrirá un lugar donde hay paz y gloria y una gran alegría: es lo que yo he paladeado –¡muchas veces!– acompañando a los que se van.
—“La muerte es un misterio, pero está bien organizado”: ¿a esto se refiere?
—Efectivamente. Por esto digo que no tengo miedo y que la muerte no existe: es un traspaso. Es decir: Hay un nacimiento y un morimiento. Un proceso de nacer… y un proceso de morir, que hay que preparar, como el de nacer. Morir es normal y, además, es seguro. No es más que una parte de la vida. Si llegas bien vivido, morirás bien.
¿Qué significa ‘bien vivido’? En coherencia con tus valores, conectado con lo que eres, disfrutando con cada cosa que tienes, no perdiéndote en la superficialidad obscena del TikTok, del tic tac, del pim-pam-pum… No estar en la nube, sino vivir conectado en la nube, pero en la nube que te sostiene. Porque tú no tienes una vida: la vida te tiene a ti y cuando te dejas llevar por ella, sabes que está bien organizada.
—¿Cómo lo tiene tan claro?
—Porque lo he saboreado… Estuve veinte años en la unidad de paliativos del Hospital Juan March, donde teníamos veinte camas y unas 350 defunciones al año. Me acercaba a cada una de estas personas, a entender qué pasa y ver lo que está ocurriendo desde el ‘no miedo’, desde la confianza, desde las ganas, desde la curiosidad, desde…; con la lectura, la biografía y la experiencia clínica… O sea, si no eres tonto y tienes curiosidad y estás allí en un laboratorio de investigación de primera mano, lo ves.
—¿Qué es lo que ha visto?
—Digamos que… la gente ve la agonía como si lleváramos a un niño de cinco años a un paritorio, a ver un parto, sin prepararle nada. El niño se llevaría un trauma terrible. Cuando sabes ver eso más allá de las apariencias y entiendes lo que está ocurriendo, se vive de otra manera. Quiero enseñar a que la gente vea lo mismo que yo. ¿Cómo? Pues contando las historias que he vivido. Pero, antes, tengo que contar quién es esta persona que habla y, por eso, empecé un poco por mi infancia.
—Y de ahí el enfado y, cuarenta años después, el shock…
—Sí. Después me fui al Instituto Catalán de Oncología, donde me enseñaron cosas maravillosas sobre manejo de fármacos, control de síntomas, toma de decisiones, bioética, comunicación… Pero nada de espiritualidad, ni de sufrimiento, ni de compasión, ni de sanación. Nada. Entonces nos juntamos para crear toda la literatura científico-académica al respecto, para buscar tratar al enfermo como lo que es: una persona; no como una máquina sofisticada que, cuando se estropea, hay que arreglar… Porque la persona no es su cuerpo… La suerte que tenemos los que nos dedicamos a los cuidados paliativos es que no curamos a nadie y, como no podemos curar a nadie, no hay manera de esconderse detrás de un TAC.
—Entonces, ¿qué le queda?
—Acompañar. Contarles la verdad, que libera y ayuda. “–Doctor –me dice una–, creo que me muero y no me quieren decir la verdad. –¡Ah! ¡Me gusta hablar con gente valiente!”. Y empiezo una especie de frontón: “¿Qué es lo que te preocupa?”, le pregunto. “–Quiero saber cuánto me queda. –Los médicos no tenemos la clave, pero podemos intuir, por la experiencia. Tú, ¿cuánto tiempo piensas? –Un mes. –¿Y qué te gustaría hacer en este mes?”. Detrás de cada pregunta hay un interés, una inquietud. “Dímelo tú”, le animo, para que conecte con la intuición que ya tenía. Le doy el poder… Esto es acompañar: ni imponer –darle un porcentaje, un número sería huir–, ni exigir, ni resolver. Acompañar. Como médico que acompaño, no puedo engañar a la gente, porque las mentiras no se sostienen. Realmente la verdad nos hace libres, aunque al principio duela.
—¿Cuál es el papel de la familia en esto?
—Lo que he experimentado centenares de veces es que los familiares y amigos que viven el proceso desde la autenticidad, tienen un duelo más armónico que aquellos que intentan esconder la realidad. Por esto, su papel es el de acompañar, también: aceptar, permitir y dar gracias; cerrar el proceso, despedirse. Como cuando estás con alguien querido que se va de viaje y tiene que tomar el tren: sube al vagón, te quedas en el andén, el tren acelera, levantas la mano… y te sorbes las lágrimas, mientras le deseas un buen viaje. Porque es lo que tienes que hacer.
—Llama la atención ver la necesidad de cuidar en los últimos momentos y, en cambio, comprobar cómo parece estar tan denostada esta práctica médica
—Efectivamente. A mí me parece injusta la falta de recursos que tenemos en este país en cuidados paliativos. España está muy por debajo de la media europea: más de un 50% de ciudadanos que los necesitan, no tienen acceso a ellos. Provocativamente digo que uno de los peores lugares para morir en este país es en un hospital que no tiene cuidados paliativos, porque, probablemente, intentaran salvarte y mantenerte en vida, cuando no hay nada que hacer… A cambio, nos vienen con la eutanasia, que no es más que una foto barata que se hacen los políticos para parecer que han dado la respuesta adecuada. Y no es así. Empezar por esta ley, cuando no existe otra de cuidados paliativos, es empezar la casa, no por el tejado, sino por la antena de televisión, ¡cuando aun no se han puesto ni los cimientos!
—¿Hay que ser de una pasta especial para dedicarse a los cuidados paliativos?
—No diría de una “pasta especial”, pero sí pienso que una de las características que tiene que tener es la curiosidad y ganas de entender la realidad. Es lo que tiene que ver con las preguntas radicales: ¿Quién soy? ¿Qué sentido tiene esta vida y qué viene después? ¿Qué es la muerte?… Y, sobre todo, tiene que ser una persona cuya pasión por ayudar esté por encima del miedo ante lo extraño, ante lo desconocido. Tiene que tener ganas de poder cuidar de este proceso, aunque no sepa muy bien cómo. Lo interesante de todo esto es descubrir que, cuando acompañas a alguien en este viaje, es el otro quien te acaba acompañando. Es un baile muy bien organizado: acompañar tiene premio, porque lo que te llevas contigo no está escrito en ningún libro y te transforma, porque es una experiencia que tienes que vivir. Te conmueve y te transforma.
ELA y Eutanasia
A Enric Benito le gusta provocar. Se ve en su libro –un punch delicadamente agradable, pero directo, que no deja indiferente a nadie– y se ve en la historia de amistad entre él y Fernando Sureda, explicada de manera tan poéticamente sencilla en el documental Hay una puerta ahí. Dos personas: un médico mallorquín de 70 años, y un actor y director de teatro, empresario, promotor de iniciativas sociales… uruguayo, de 52 años, enfermo de ELA. Un hombre enamoradísimo de su mujer y sus dos hijos, y un paliativista dispuesto a cualquier reto. Muy tozudos: los dos.
Separados por un enorme océano y una pandemia confinada, Benito recibe la petición de hablar con el de Uruguay porque insiste en pedir la eutanasia, pero su familia no está del todo convencida: quieren que haya alguna otra opinión. El médico, muy bregado en esto del acompañamiento ante la muerte, acepta; pero, claro, entre pantalla y pantalla. Es un duelo filosófico y terráqueo entre titanes. Derechazo a derechazo. Insultos. Muestras de afecto. Razones y contrarrazones. Un ring telemático apasionante. Sin vencedores. Y sin vencidos. Dos impotencias que se dan cuenta que solo saldrán adelante juntos. “No sé qué hacer, Fernando; pero que sepas que en Mallorca hay un tío que tiene interés por ti y te conoce y te ama”…
“Ahí descubrí –explica Benito– que mi vulnerabilidad es mi máxima fortaleza, porque él se siente acompañado y quiere estar acompañado”. Decidieron hacer una película de todos esos ratos empantallados: como un estímulo que “daba sentido a todo lo que hacía”. Y se acaba. “Benito –le dice Fernando– ustedes, los de paliativos, han conseguido que un ateo militante se convierta en un agnóstico esperanzado. No pidan más de mí, que ya es suficiente”.