«Jesús, gracias por llamarme»: así viví el Jubileo

Una visión en primera persona de cómo vivió una joven de Getafe el Jubileo de los Jóvenes en Roma

Esta historia comienza con catorce jóvenes y un sacerdote que se ponen en camino hacia Roma para ver al Papa. Y, en este caso, para conocer al papa León XIV. Algunos habíamos nacido ya en el pontificado de san Juan Pablo II, pero es la primera vez que hemos vivido con tanta conciencia e ilusión una nueva elección. En nuestro grupo de jóvenes siempre nos han enseñado a amar al Papa como cabeza de la Iglesia que es, por eso teníamos ganas de verle; no tanto por ser León XIV, sino por ver a Cristo representado en él.

Con esta ilusión partimos a un viaje que terminaría en Roma, pero no sin antes preparar nuestro corazón para ese encuentro. Casi todas las cosas importantes de la vida requieren un trabajo previo. Así, 1.700 jóvenes nos pusimos en marcha desde la madrileña diócesis de Getafe.

Nuestra primera parada fue Barcelona, y, por supuesto, la Sagrada Familia. Celebramos una Eucaristía junto con la diócesis de Córdoba. No todo el mundo puede decir que cerraron la Sagrada Familia para que pudiera celebrar Misa, así que fuimos unos privilegiados. No contentos con ello, nuestro grupo pudo vivir la celebración en primera fila. Desde el este día supimos que el Señor iba a estar grande con nosotros durante el viaje.

A la mañana siguiente salimos hacia Bordighera, una ciudad de Italia muy cerca de la frontera con Francia, donde pasamos dos días de convivencia. Allí pudimos disfrutar de talleres, formación, testimonios, Eucaristías —una de ellas, bajo la lluvia—, un rosario de antorchas en la playa, una velada musical, voleibol, futbolín, baño en la playa…

Pero, sin lugar a duda, lo que más me impactó de este lugar fue cómo nos sirvieron los voluntarios que nos acogieron en el colegio de San Juan Bosco. Era alucinante ver su actitud de entrega en las comidas tan ricas que nos prepararon, y, de una forma muy especial, en lo serviciales que se mostraron en cualquier momento. Estaban pendientes de todo, a veces incluso antes de que tú mismo supieras que lo necesitabas.

Desde allí nos dirigimos a Siena, donde también nos recibieron por todo lo alto. Parecíamos gente importante. Nada más llegar, nos estaban esperando con la cena, y nos habían preparado postres caseros ¡para 1.700 personas! Pero, por si no era suficiente, organizaron un concierto en una plaza enorme. Lo disfrutamos muchísimo, más aún después de tantas horas de viaje en autobús. Además, vino a saludarnos el propio obispo de Siena y resultó muy emotivo.

A la mañana siguiente atendimos a una catequesis muy emocionante de nuestro obispo, monseñor Ginés García Beltrán. Todos estábamos cansados —porque ya sabemos que en las peregrinaciones multitudinarias no se va a descansar precisamente—, pero gracias a las palabras de nuestro obispo y a la Hora Santa, pudimos descansar en el Corazón de Cristo. De una forma especial, para nuestra parroquia fue uno de los momentos más bonitos de la peregrinación. Nos emocionó mucho ver que el Corazón de Jesús es el centro de nuestra diócesis, Getafe; un Corazón que aquella mañana no se cansó de perdonar los pecados de todos los que se acercaron al sacramento de la Confesión después de esperar cola porque los sacerdotes no daban abasto.

Llegada a Roma

Y, por fin, al día siguiente nos encaminamos hacia nuestro destino final: Roma.

Hasta ahora parece que todo había sido de color rosa, y en su mayoría sí, pero llegar a Roma fue un golpe de realidad. Nada más entrar por la puerta del colegio que nos acogía, nos informaron de que dormíamos todos —chicos, chicas, monjas y curas— juntos en un mismo gimnasio, que teníamos un baño para los setenta que éramos y que no disponíamos de duchas. Creo que el lector se puede imaginar el momento de drama que se generó.

Pero es verdad que Dios siempre provee. Finalmente, gracias al sacerdote que nos acompañaba, al menos conseguimos duchas en un polideportivo. Todo lo demás se fue solucionando poco a poco.

Dejando este momento de «drama» a un lado, nos dirigimos a la basílica de San Pablo Extramuros, donde cruzamos la Puerta Santa para ganar el Jubileo, y celebramos Misa junto con otra diócesis de Francia.

Me gustaría aquí recalcar un gran regalo que tenemos en la diócesis de Getafe. Existe un coro formado por jóvenes de las distintas parroquias que entregan su tiempo —y su cansancio— para acompañarnos en todas las celebraciones y oraciones. Participar en el coro diocesano durante una peregrinación como esta consiste en levantarse antes que el resto por las mañanas —si es que puede haber un más pronto todavía…— para elegir las canciones, ensayar y estar preparados para cuando empiece la Misa. Esto es un pequeño detalle de que, por mucho que el mundo nos muestre lo contrario, los jóvenes se entregan y sirven a los demás. No hace falta que sea con cosas extraordinarias o muy vistosas, sino en lo escondido y en lo pequeño.

Después de ganar el jubileo, pasamos por la famosa y abarrotada Fontana de Trevi y por el Coliseo y nos terminamos dirigiendo al lugar en el que murió san Ignacio de Loyola… aunque para nuestra desilusión acababa de cerrar. Pero, como ya he dicho, en este viaje el Señor nos cuidó mucho, así que, tras un par de minutos de conversación con los encargados del sitio y quince caras lastimeras del Gato con Botas de Shrek, pudimos entrar y besar el suelo sobre el que san Ignacio vivió sus últimos minutos. Impresionante.

Al día siguiente acudimos a las catacumbas de san Calixto, donde rezamos ante los restos de nuestros antepasados que entregaron la vida por Cristo. Estar allí nos ayudó a abrir los ojos y el corazón. Si hubo tanta gente que dio la vida por Él, ¿cómo no va a merecer la pena seguirle?

Y con esa llama de esperanza encendida por la fortaleza de los mártires, nos dirigimos al Vaticano para celebrar la Misa de españoles. Fue espectacular llegar y encontrar una marea verde de personas —todos llevábamos una camiseta de este color— cubriendo la plaza de san Pedro. Y no hay que quedarse solo en los números, sino en que cada una de las personas que teñía la plaza estaba allí para ver al Papa en los próximos días.

A la mañana siguiente acudimos a celebrar Misa a la iglesia de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, una advocación muy importante para nuestra parroquia, pues el Sagrado Corazón se forjó en el Corazón de la Virgen. Después recorrimos el Vaticano. Comenzamos viendo las tumbas de los Papas, entre ellas la de Benedicto XVI y, por supuesto, la de san Pedro. Y después, atravesando la Puerta Santa, entramos boquiabiertos a la basílica de san Pedro. Por mucho que la hayas visto ya, aquella belleza se renueva a tus ojos cada vez que entras. Y tanta belleza solo te lleva puede llevar a la Belleza con mayúscula.

Hacia Tor Vergata

Tras estos días preciosos, se acercaba el momento más esperado de la peregrinación. Cogimos nuestras mochilas, esterillas y sacos, y empezamos a caminar hacia Tor Vergata, donde unas horas después nos encontraríamos con el Papa. La llegada a la explanada dibujó en nuestras caras una gran sonrisa porque, además de haber llegado, ocurrió algo que no nos esperábamos… ¡había césped! Después de la JMJ de Lisboa entre piedras y polvo, esto era algo que, desde luego, teníamos que celebrar, y así lo hicimos.

Y comenzó el evento. Primero, un concierto en el que se sucedieron grupos como Hakuna y palabras de bienvenida. Después apareció el Papa León XIV sobre el papamóvil saludando, bendiciendo y sonriendo sin descanso al más de medio millón de jóvenes que había viajado desde todas partes del mundo para verle.

Una vez terminó este recorrido, comenzó la Vigilia. Durante estos momentos hubo una frase que me impactó: «Gracias, Jesús, por llamarme». Y es que lo sentí como algo personal. El Señor me había llamado a estar allí y no había ninguna duda. Nadie quiere invertir diez días de sus vacaciones laborales si no merece la pena. Y la merecía, porque Jesús me había llamado a mí y a cada uno de los que estábamos allí.

Después de una noche pasada por agua —aunque solo algunos momentos—, por la mañana tuvimos la Misa con el Papa. También fue un gran regalo. El final de la Eucaristía resultó un tanto agridulce porque, al haber dormido en un sector alejado, la Comunión no llegó hasta nuestra zona, y nos quedamos sin comulgar. Pero, como ya hemos visto en toda nuestra travesía, el Señor se estaba encargando de todo: el sacerdote que nos acompañaba acudió con la Comunión, andando una hora, desde el altar hasta donde nosotros nos hallábamos. Cuando apareció, con su sombrero, el alba y la Comunión pegada al pecho, las caras de muchas personas que estaban a nuestro alrededor se llenaron de alegría. El Señor siempre se sirve de instrumentos para conseguir llegar a los demás, y en este caso el instrumento fue nuestro Padre Álvaro.

Todos acabamos muy contentos con los dos días que habíamos pasado allí y ahora tocaba comenzar la vuelta. Nos quedaban por delante treinta y una horas en autobús con las parroquias de nuestra diócesis, pasando la noche durmiendo sobre ruedas. Después de este largo camino, llegamos a nuestras respectivas parroquias con la alegría de habernos sentido cuidados por la Iglesia a través del Papa, sacerdotes, responsables, voluntarios y de toda la gente que nos acogía con una sonrisa en cualquier sitio al que llegamos. ¡Qué bonito es ser Iglesia!

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