Querido José Luis:
Estoy seguro de que ahora sí que estás en la Gloria. En esa que tanto ansiabas y a la que, en el fondo, siempre apuntaron tus palabras. Hoy rezo por ti y los tuyos. Lo hago con la certeza de que mis oraciones no se perderán. Como tantas veces ha dicho nuestro Papa Francisco —con el que seguro ya habrás compartido charla celestial—: “Reza tú por mí”. Y por quienes te han leído. Y por quienes van a seguir leyéndote. Muchos.
Lo de rezar, lo hago yo, en este caso, dándole a Dios las gracias por tu vida y por sus frutos. Está más que claro que has tenido hijos, has escrito libros y has plantado árboles. Si se dice que en la vida hay que tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro… lo tuyo ha sido todo un derroche de generosidad. Un millón de gracias por tu vida.
Hoy, he de decirlo, me has puesto más fácil que nunca mi artículo en Mundo Cristiano. Te cuento:
Cuando he sabido que habías salido camino de las estrellas, a cruzar la puerta de la Esperanza, como un buen escritor —y mejor persona— en busca de Dios, han venido a mí sentimientos contradictorios.
Por una parte, el dolor humano que produce la pérdida de un amigo (para mí lo eras desde que leí tu primer libro; ese que me animó a devorar los siguientes). El duelo, digo, por la partida de un amigo, de un admirado compañero de columna en esta revista, además.
Por otra parte, tengo el gran consuelo de pensarte y de saberte -como tanto ansiabas- con Dios, de la mano de tu Marisa. ¿Puede haber más gozo para ti? Es esta -evidentemente- una pregunta meramente retórica. Estoy seguro de que, junto a ella, junto a tus padres (¡qué alegría conocerle a él, tú, huérfano a los dos años!) y junto a todos tus familiares estáis haciendo una fiesta. Seguro que alguien te habrá bailado un aurresku de bienvenida. Te imagino guitarra en mano (ahí cantarás y tocarás como los ángeles) celebrando la Fiesta, con mayúscula.
Quizás ya hayas encontrado por allí a alguien como tu amigo Juan Antonio Vallejo-Nágera, o como Micaela, o Planicio, o Cucho. Ojalá, también, te hayas topado con el general Escobar, o con Bibiana, o con la niña que escribió un sueño. Con Hernán Cortés, con Catalina de Aragón, la Flaca y el Gordo… Seguro que allí habrá más de un cura urbano (y rural), todos ellos curas con encanto… quizás estén hablando incluso con San Juan de la Cruz —a quien también dedicaste un libro— y escuchándole con gozo.
Te habrán abrazado también otros personajes de tus novelas como Bartolomé de Las Casas, el caballero del Cid, el bueno de San Juan XXIII, Boni Martin, Gabriela, Juan Sebastián Elcano, Benito, Juana la Loca, Macario, y hasta —entre tus personajes— Hermenegildo, príncipe y mártir…
Ojalá ande por ahí también la niña del arrozal y, con la Misericordia de Dios que para mí pido, esté también el Ángel rojo, y… hasta Luis Candelas, que sólo Dios sabe quién puso su corazón en Él, y viceversa, en los últimos momentos.
Estarán también Palmira, y Luis, y tantos y tantos personajes. Y más: cientos de miles de suscriptores y lectores de Mundo Cristiano y de tus numerosas obras literarias.
Y —esto es lo más, que dirían ahora— allí junto al Señor te habrás encontrado con madres de esas chiquillas a las que ayudaste a rescatar o a escapar de las garras de la prostitución infantil. Te has ido. Pero aquí sigue tu fundación que nos recuerda que “Somos Uno”. Seguimos y seguiremos pidiendo apoyo para ella.
Tu marcha nos deja un hueco… pero también una lumbre encendida. Permanecen tu obra, tus libros, tus escritos, también tus seres queridos. Tu ejemplo. Tu legado. Sigue vivo. Y sigue haciendo bien.
Muchas gracias por tanto, José Luis. Que Dios te bendiga allí en lo Alto y nos cuide aquí abajo, a quienes aún caminamos hacia Él, cuando toque. Descansa en paz, querido José Luis. Y gracias, de corazón, por habernos hecho mejores. Un abrazo grande.
Todavía
—¿Todavía conduces?No me hizo gracia la pregunta de Andrés, mi viejo cómplice pajarero. Me la soltó así, sin anestesia, hace tres o cuatro veranos en