El tercer sótano

Salgo de casa a las 9 de la mañana camino de la calle Panamá. Tengo prisa, pero voy despacio porque mis tobillos no están para largas travesías. En pocos minutos llego al ascensor del parking donde duerme mi coche y comienzo a buscar la llave en los bolsillos de la mochila. Tengo que ir al tercer sótano. En ese momento alguien se acerca por la espalda.
—Padre, ¿podría hablar un momento con usted?
Vuelvo la cabeza. Es un chaval de unos veinte años trajeado, y repeinado, como recién salido de un antiguo escaparate. A su lado hay otro chico casi tan peripuesto como él.
—En realidad solo quería preguntarle si nos podría confesar ahora… Si no tiene algo más importante que hacer.
—No se me ocurre nada más importante —respondo—; así que…, ¿dónde nos ponemos?
Echo una ojeada alrededor y comprendo que el confesonario más adecuado está en el tercer sótano.
—Si me acompañáis… Vamos al coche.
Como el ascensor del parking es lento, tengo tiempo de hablar un poco con los improvisados penitentes. Me dicen que vienen de Galicia, que han asistido a una boda y quieren completar su tour madrileño confesándose “como todas las semanas” y visitando el museo del Santiago Bernabeu.
Al acabar, uno me pregunta:
—¿Había confesado así alguna vez, dentro de un coche?
—Llevo cincuenta y seis años de cura —respondo—. O sea que, para mí, esto es lo más normal.
Camino del colegio trato de rezar el rosario en la M30 como otras veces, pero me distraigo reflexionando sobre lo que acaba de ocurrir.
Llevo muchos años de sacerdote y doy gracias a Dios por ser útil todavía; pero a veces uno siente la tentación del desánimo. Tantas Misas celebradas —no menos de veinticinco mil, según mis cálculos—, y tantas meditaciones, charlas, conferencias…, e innumerables confesiones a personas de toda condición. ¿Por qué es tan escaso el fruto? Se diría que la gente huye de Jesucristo o tratan de amordazarlo para que no se oiga su voz.
Eso pienso mientras conduzco, pero no es verdad. Dios acaba de mandarme a dos universitarios gallegos de segundo de industriales que se confiesan todas la semanas, tienen novias “muy riquiñas” y quieren traer niños a este extraño mundo. Además son del Real Madrid.
En estos últimos años me he topado con muchas personas, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, de todas las clases y orígenes diversos, que, si ven a un sacerdote que no esconde su condición, se apresuran a asaltarlo para consultar dudas, para pedir consejo o, descaradamente, para confesar sus pecados, abriendo el alma de par en par. A lo mejor un día de esto hablo de mis conversaciones con taxistas.
Es cierto que, hasta ahora nunca había confesado en el tercer sótano del parking, pero sí lo he hecho bajo los soportales de una plaza de pueblo, en la trastienda de una peluquería, en el Bar “Mundo” de Valencia, que tenía unas tapas espléndidas; junto a un nido de águila real; en la orilla de una laguna de La Mancha; y en la playa de Calpe, mientras se asaba allí mismo una docena de sardinas…
¡Cuántos recuerdos! He confesado en latín a un sacerdote palestino de paso en Roma; en portugués a un grupo de brasileños; en un parador nacional a casi todo un equipo de primera división, que, por cierto, ganó la liga. Hace tres años un rey mago cargado de juguetes, con corona y todo, me pidió a gritos cerca de mi casa que lo confesara…
Llego al cole con retraso. Los niños de 5º ya hacen cola junto al confesonario.

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