No, no me refiero a las que vienen del piso de arriba, me refiero a las indiscreciones. Por ejemplo, y sin ir más lejos, el gobierno filtra los términos de la negociación para la “resignificación” del Valle de los Caídos o de Cuelgamuros. Una filtración interesada —como no pocas— que ha soliviantado a más de uno, como mínimo a la clerecía negociadora.
O la filtración de cómo repartir las ayudas pensadas para compensar el incremento trumpista de aranceles. Esta vez Junts —creo— filtra que ha pactado que el 25% quede en Cataluña.
O, sin salir del mundo de la política, pienso en la “Comisión de Secretos Oficiales” del Congreso de los Diputados: suele decirse que si se quiere que un secreto se conozca, lo mejor es exponerlo a esa Comisión.
Y en el patio judicial están a la orden del día. Basta con tener un asunto de relevancia entre manos para que una nube de periodistas merodee, quiera saber qué se cuece o tener la primicia de lo decidido.
Para embridar el curioseo y las filtraciones, existen en los tribunales unas oficinas de prensa, pero seguimos con humedades. Es un poema la cara de sus directores cuando con tanto celo están redactando una noticia y hace minutos que la primicia de lo decidido ya circula en los medios.
El mundo de la filtración es complejo. Entre políticos es una táctica para desbaratar al adversario o para tantear a la opinión pública. En ese mundo no deja de ser una práctica entre pillos, ahí nadie se casa con nadie y cada uno va a lo suyo. En definitiva, un ardid, un ejercicio de astucia pero que dice poco de cómo se las gastan. No soy politólogo ni me dedico a la psicopolítica ni conozco el costumbrismo político, pero si algo está claro es que la lealtad sale mal parada. Sólo se salva cuando a todos interese la reserva.
Más grave es en el ámbito judicial. Aquí la filtración puede violar secretos. Casos ha habido de filtrarse el debate en un tribunal —“Fulano dijo tal y Mengano respondió cuál”— y si lo filtrado son actuaciones en curso —sobre todo penales— los daños pueden ser irreparables: fugas, destrucción de pruebas, etc.; además, en estos casos, el autor es ya indeterminado: se mira a la policía, a los superiores de la policía, a las partes, al juez o al fiscal, a los funcionarios judiciales o de la fiscalía o, por incluir, en el bombo de la sospecha puede entrar hasta el que hace fotocopias.
Si lo filtrado son sentencias, en principio no se pone nada en riesgo, pero es una falta, como mínimo, de respeto. Debe ser muy irritante que quien se juega mucho en un pleito sepa de lo decidido por la prensa, no porque el tribunal se lo comunique a las partes.
Por lo que me enseña la experiencia, en el mundo de las filtraciones hay una mezcolanza de esa falta de respeto con dosis de vanidad —marcarse cuanto antes un tanto—, más la resaca posfiltración: miradas de “¿no habrás sido tú?”, seguidas de respuestas faciales del interpelado que dicen que la duda le ofende. En definitiva, mal ambiente.
Todo viene a cuento de la necesidad de “poner en valor” la lealtad, la discreción, el respeto hacia los demás o, ya con más entidad, captar que prometer o jurar guardar reserva al asumir un cargo no es una mera fórmula solemne que apenas se valora en ese momento de subidón.
Vivir todo eso quizás sea algo complicado en un mundo tan ventanero y cotilla, dado a airear todo lo que ocurre o en el que el principio de transparencia estará en auge, pero olvida algo sensato, quizás perdido junto con la cultura rural: que no hay que dar cuartos al pregonero.
Todavía
—¿Todavía conduces?No me hizo gracia la pregunta de Andrés, mi viejo cómplice pajarero. Me la soltó así, sin anestesia, hace tres o cuatro veranos en