Vargas Llosa

Ha fallecido el pasado pasado 13 de abril Vargas Llosa, con la repercusión lógica de un icono de la literatura. Recibió toda clase de premios, incluso el Nobel, y tuvo una vida sentimental muy variada y muy del gusto de la opinión pública.
Aunque ambos éramos escritores coincidimos en pocas ocasiones, y solo recuerdo una oportunidad en la que hizo un elogio de mi persona, por una extraña razón, y como me parece un acto simpático lo voy a contar.
Fue hace un montón de años, cuando yo me dedicaba con mi mujer a recorrer el mundo entero, escribiendo libros, algunos de espiritualidad.
Aquel año –mil novecientos y pico–, me encontraba en el Perú, camino de Ayacucho, ya que me habían dicho que en esa población había un sujeto muy curioso al que me podía interesar entrevistar para uno de mis libros. Se trataba nada menos que del obispo de Ayacucho, Huancavelica y Apurimac, que era el triángulo con mayor pobreza del Perú y por tanto sede de “Sendero Luminoso”, que era un movimiento terrorista que tenía aterrorizado al país.
A mí, lo único que me interesaba de Ayacucho era su obispo, monseñor Cipriani, que había sido internacional de baloncesto del 62 al 68, y fueron años en los que Perú llegó a ser subcampeón de América, gracias a monseñor Cipriani, que era quien dirigía el equipo en su condición de base. Pero la singularidad fue que, nombrado obispo, siguió jugando al baloncesto, y en Lima me enseñaron fotos de monseñor Cipriani, en unas revestido con la mitra y el báculo de obispo, y en otras con pantalón corto de jugador de baloncesto.
Me fui para Ayacucho y conseguí hacerle una entrevista que resultó muy divertida y la incluí en mi libro Viaje al fondo de la esperanza. Ahí fue cuando me enteré que me encontraba en la base de “Sendero Luminoso”, y que el obispo Cipriani jugaba todos los viernes al basket con los alumnos de un colegio, que era del que salían buena parte de los terroristas de Sendero.
El obispo se llevaba muy bien con ellos y cuando terminaban los partidos les invitaba a un trozo de panetone, porque tenían hambre, y por eso no era de extrañar que apostaran por “Sendero Luminoso”. Como se verá, todo muy singular, y es lógico que la entrevista quedara muy simpática.
Pasaron los años, yo gané el Premio Planeta con mi novela La guerra del general Escobar, y unos años después lo ganó Vargas Llosa con su novela Lituma en los Andes. Era habitual que los ganadores del Planeta asistiéramos a la entrega de los sucesivos premios, y fue la única vez que saludé a Vargas Llosa; me acerqué para darle la enhorabuena y de paso le dije que había estado en Perú. “¿En dónde?” fue su cortés respuesta.
Cuando le dije que en Ayacucho, se le pusieron los ojos como platos. Tuvimos un cambio de impresiones relativamente largo, y mostró su admiración de que me hubiera atrevido a ir al bastión de “Sendero Luminoso”. Según él, yo era un tío con un par de…
A mí, la verdad, me hubiera gustado que Vargas Llosa mostrara su admiración por mi obra literaria –que no me consta que llegara a conocerla- y no por mi presunto valor por ignorar en dónde me metía. Así es la vida.

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