Me pongo al teclado un 23 de abril, con el alma tocada. Francisco, nuestro Santo Padre, se nos fue el día 21, Lunes de Pascua. Sin hacer ruido. Como llegó en su día. Discreta e insospechadamente.
Su marcha nos pilló por sorpresa. Y no debería haber sido así… Suponíamos, sí, que, tras salir del Hospital Gemelli, no volvería a una recuperación plena, a su edad. Pero no esperábamos que falleciera a las pocas horas de haber salido a impartirnos su bendición Urbi et Orbe, a felicitarnos personalmente la Pascua. Y a dar ese paseo esforzado, regalando cariño desde el papamóvil por la plaza de San Pedro.
Hay quien ha dicho, en expresión castiza, que murió con las botas puestas.
Lo cierto es que, en efecto, lo dio todo; se dio todo, se dio del todo.
Francisco se dio hasta el final. Es verdad que este final no llegó hasta que el Señor hubo resucitado.
Mientras —como en los últimos doce años—, Francisco estuvo al pie del cañón. Donde debía estar. Donde quería estar (más allá de que le apeteciera o no).
¿Y por qué debía, por qué “quería” estar, más allá de cualquier interés personal e incluso, a veces, en contra de éste? Porque, como hijo, quería seguir la voluntad de su Padre. Porque, como Padre, quería servir a sus hijos.
Y nos ha dejado huérfanos. Ese Santo Padre humilde, servicial, entregado, se nos ha ido al Cielo dejándonos dos tareas: una no buscada y otra siempre demandada por él.
La primera es la de la gratitud: la de la gratitud a su “sí”, la de la gratitud a que esa aceptación generosa, de un día de fumata blanca, se corroborara diariamente durante doce años.
Unos años en que —aunque a veces no lo veíamos o no queríamos verlo— intentaba en todo momento lavarnos, secarnos y besarnos los pies… Al modo en que —inclinado— lo hacía con presos, con desvalidos, con personas sin hogar…
Me vienen a la cabeza —y al corazón— muchas imágenes suyas: la famosa estampa inicial en el autobús, con ocasión del Cónclave; su inclinación pidiendo al pueblo, nada más ser elegido, que rezáramos por él (algo que tanto repetiría).
Su abrazo al hombre lleno de tumores (metáfora viva de la Iglesia, hospital de campaña). Su aliento a los jóvenes: “¡Quiero una Iglesia en salida. Hagan lío!”. Su cercanía con los niños, especialmente con los más frágiles; su defensa de los descartados, su mirada hacia las periferias…
Su imagen, arrodillado, presto a recibir el Sacramento del Perdón…
Tantas cosas… por las que darle gracias. Y sólo menciono “imágenes”… Porque podríamos hablar de todo lo que nos transmitió diariamente, con sus breves homilías en Santa Marta, o con sus alocuciones o escritos más solemnes…
Junto a la gratitud, la segunda tarea (esta sí que nos la pidió insistentemente) es que recemos por él. Hoy veía las colas que querían despedirle en el Vaticano y pensaba en lo importante que era que cada uno de los miles y miles de personas que pasaran ante su féretro, ante su cuerpo sin vida, ofreciera una oración. La misma que podemos decir “desde la fila cero” todos los que le hemos querido y le queremos. Y —diría él— “incluso los que no lo hayan hecho”, si hay alguno.
Estos días, en las tertulias, en las televisiones, veo o escucho a tantos “expertos” analizando y juzgando lo que creen que hizo bien, mal y regular. Son los mismos que desconocen que las ideologías no abrazan, que no salvan. Que sólo abraza y salva Cristo.
Lo sabía bien Francisco. Y lo practicó: sólo por Él merecía la pena dar la vida; darse en la vida. Por Él y por sus hijos. Hasta el último suspiro.
Gracias, Santo Padre: que el Señor te bendiga y te guarde; te muestre su faz y tenga misericordia de ti. Amén
Todavía
—¿Todavía conduces?No me hizo gracia la pregunta de Andrés, mi viejo cómplice pajarero. Me la soltó así, sin anestesia, hace tres o cuatro veranos en