El mejor legado para el futuro

Vivimos en una sociedad a veces narcisista (la del yo, yo), otras acelerada (la del ya, ya).
En ella, no pocas veces, algunas personas o instituciones toman decisiones sin buscar el bien común. Otras, lo hacen buscando resultados inmediatos. De modo cortoplacista. En el ámbito institucional público, pensando más en las próximas elecciones que en las próximas generaciones.
Se buscan resultados ya, impactos que se noten, beneficios inmediatos. Pero hay decisiones —las más importantes— cuyo verdadero valor solo se mide —solo se puede medir— con el tiempo.
Entre aquellas, pocas hay más trascendentales que apostar por la educación.
Invertir en educación no es solo financiar aulas, profesores o programas, que también. Es, sobre todo, invertir en personas, en talento, en futuro. Es confiar en que el conocimiento, las competencias, los valores y el pensamiento crítico son pilares sobre los que se sostiene una sociedad más justa, más libre y más preparada para afrontar los desafíos del mundo.
Hace escasas fechas, he sido testigo de cómo la entidad en la que trabajo, la residencia universitaria CampusHome, ha suscrito una alianza con la Universidad de Navarra, comprometiéndose a aportar dos millones de euros en diez años.
Me enorgullecen las iniciativas que ponen el foco en la educación, y que lo hacen con una visión de largo plazo. Porque comprometer recursos para formar a las próximas generaciones es un acto de responsabilidad y confianza en el futuro. Da esperanza.
Porque hablamos de oportunidades. De que jóvenes con talento puedan desarrollar su potencial sin que los condicionantes económicos sean una barrera insalvable. De que las entidades educativas crezcan, innoven y sigan atrayendo a los mejores. De que la formación no se limite a la adquisición de conocimientos técnicos, sino que también forme ciudadanos comprometidos con su entorno y con el bien común.
Añado algo más: la imprescindible relación entre el ámbito educativo y el “tejido empresarial” no puede quedarse en una simple transferencia de fondos. Es bueno que se construya sobre una visión compartida, sobre valores que trascienden lo económico.
Las universidades no pueden ser burbujas aisladas de la realidad social y profesional. Y las empresas, especialmente aquellas con una vocación de impacto positivo, tienen la oportunidad de contribuir a la formación de las personas que, en el futuro, liderarán proyectos, investigarán e innovarán y, en definitiva, construirán el mundo que viene. Que ojalá sea mejor.
En tiempos de incertidumbre, es fácil caer en la tentación de mirar solo lo inmediato. De recortar en educación, de priorizar otros ámbitos donde el retorno es más visible o rápido. Pero es precisamente en estos momentos cuando más necesario se hace mirar lejos. Porque ningún país, ninguna institución, ninguna sociedad puede avanzar si no apuesta de manera decidida por la formación de sus jóvenes.
Afortunadamente, todavía hay quienes creen en este modelo. Quienes entienden que el verdadero progreso social no se mide en cifras trimestrales, sino en generaciones preparadas para hacer frente a los retos del futuro.
Mi enhorabuena a quienes, en lugar de palabras, lo demuestran con hechos. Y mi apelación a que, en la medida de nuestras posibilidades, cada uno de nosotros, “nos rasquemos el bolsillo”. ¿Para qué? Para apoyar a aquellas buenas entidades que sabemos trabajan, en medio de muchos retos, por servir al bien común.
Porque “obras son amores y no buenas razones”, ¿no?

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