Puse en marcha el coche a las nueve de la mañana. En Madrid llovía con entusiasmo, El agua caía a chorro en vertical sobre el parabrisas y yo trataba de conducir con cierta cautela en medio de un tráfico nervioso, con música de Brahms en el interior y estrépito de bocinas por todas partes. Al llegar a un paso de peatones, una mujer joven de unos treinta años, embutida en un chubasquero amarillo, agitaba los brazos desaforadamente como pidiendo auxilio. Detuve el automóvil y la mujer comenzó a cruzar la calle sin dejar de gesticular. Al llegar a mi altura se detuvo y me miró. Yo abrí la ventanilla:
—¿Necesitas algo? —pregunté—.
Ella contestó, pero no a mí, sino a un presunto interlocutor invisible con el que conversaba a través de unos auriculares inalámbricos de color blanco que emergían de sus orejas, semiocultos por su abundante pelambrera, como gusanos tecnológicos.
—¡Te digo que no! —gritaba la chica— ¡No pudiste verme porque yo no estaba allí!
Como no me interesaba el desenlace de la conversación, le hice una seña para que siguiera su camino y reanudé la marcha.
Desde hace algún tiempo el número de madrileños y madrileñas que caminan por las calles de Madrid hablando a grito pelado con un móvil en la mano o, sin móvil, con solo unos auriculares mágicos, crece de forma imparable. Supongo que ocurre lo mismo en Dinamarca, pero allí hablan más bajo y no molestan tanto. En España tenemos la costumbre de gritar por teléfono. Será que no acabamos de creer en las nuevas tecnologías y preferimos que se nos oiga directamente.
Esas conversaciones no se realizan solo en la calle, sino que se prolongan en el interior de los autobuses, en el metro y en los ferrocarriles, tanto en los de cercanías como en los de “lejanías” y en los de alta velocidad. En estos casos los involuntarios oyentes pueden ser testigos de broncas, de declaraciones de amor, de reproches y reconciliaciones, de negocios turbios o de transacciones honradas.
Claro que no siempre es lo que parece. Hay quien finge que charla por teléfono y elabora historias más o menos ingeniosas para entretenerse haciendo que le escuchen los demás usuarios de los transportes públicos. Mi amigo Floren, por ejemplo, disfruta contando pequeñas patrañas para escandalizar a los que viajan cerca de él.
Sin llegar tan lejos, estoy convencido de que el móvil sirve sobre todo para hablar solo sin que a uno le tomen por loco. Quién sabe si la chica del chubasquero amarillo no estaba desahogándose con un novio imaginario.
Lo confieso con cierta vergüenza: a mí me encanta hablar solo. Lo hago pocas veces, pero, mientras conduzco, preparo charlas, clases y meditaciones y me las cuento en voz alta para ver cómo suenan.
Cuando era pequeño, a falta de móvil, aprendí a hablar con Cucho, que era mi perro, un pastor alemán de noble linaje, listo, manso y cariñoso, que me escuchaba siempre muy atento. Como vivíamos en el campo, más de una vez nos sentábamos en el jardín y le confiaba todo: mis enfados, mis frustraciones, mis alegrías de adolescente y mis secretos inconfesables.
Un día se lo dije a don Wlado Vince, un sabio croata, que era profe en el cole y mi preceptor.
—Así que hablas con el perro. ¿Y te contesta?
—Noooo.
Entonces no te preocupes. Eso significa que necesitas hablar con Dios.
Él me enseñó a hacer oración a mi manera sin móvil ni auriculares. Creo que ese mismo día se lo conté a Cucho y estuvo de acuerdo.
Todavía
—¿Todavía conduces?No me hizo gracia la pregunta de Andrés, mi viejo cómplice pajarero. Me la soltó así, sin anestesia, hace tres o cuatro veranos en