Escribo estas líneas a comienzos de marzo y ustedes las leerán en abril. No es mucho tiempo de diferencia, pero tras llegar Trump a la Casa Blanca y viendo la velocidad que llevamos, no es fácil predecir cómo estaremos. Lo más sonoro es que en mes y medio ha puesto patas arriba la relación de los países que integran la OTAN, hasta el punto de que los analistas afirman —no sé si exageran— que han saltado por los aires las relaciones occidentales surgidas tras 1945.
Pero no quiero meterme en cuestiones de valoración política, menos de política internacional, un ámbito en el que es muy alto el riesgo de manejar información poco fiable o manipulada. Lo objetivo es, por ejemplo, el vuelco que ha dado Trump a la guerra ruso-ucraniana, o lo que parece cuajar ya como un reparto del planeta entre Estados Unidos, China y también Rusia, un país que exuda un marcado aroma analógico.
Insisto, no quiero hablar de todo esto, tampoco de la complicada situación que se augura para Europa tras los reproches del vicepresidente Vance; y, en fin, mucho menos sobre cómo queda España y su previsible vocación de ser, si no el último, sí el penúltimo pelo de la cola del ratón europeo.
Sí me detengo en iniciativas trumpistas que muchos, con los que me identifico, juzgamos positivas. Teniendo en cuenta que, para bien o para mal, lo que haga o deje de hacer Estados Unidos tiene repercusión mundial, en lo bueno no puedo sino aplaudir el abandono de los planteamientos del movimiento woke, de la cultura de la cancelación, de políticas inclusivas, de las imposiciones del movimiento LGTBI, etc.
También juzgo positivo la salida de Estados Unidos de la OMS. A propósito de esta organización, recomiendo un reciente artículo Louis-Marie Bonneauen, en La Nef —revista francesa, de pensamiento católico—, en el que repasa la siniestra andadura de esta organización en su política abortista y, en general, antinatalista, o cómo esta organización se ha puesto al servicio de entidades que las patrocinan a nivel planetario. Y en fin, volviendo al discurso de Vance, no puedo sino aplaudir lo que dijo en respaldo de los perseguidos por oponerse a esas políticas. Desde luego la nueva Administración norteamericana no deja a nadie indiferente, basta comparar a Vance con la inanidad de Kamala Harris, o a Trump con ese personaje patético, pero con mando imperial, que fue Biden.
Ahora bien, como dice Elisabeth Geffroy también en La Nef, a esta nueva Administración, en particular a su presidente, hay que recibirlos con cierta prevención, tenerlos en observación: vigilarlos. Trump recibió importante apoyo electoral de la población católica, tradicionalmente inclinada hacia el partido demócrata, pero no hay que olvidar quién es el personaje por su vida privada, su capacidad para mentir sin pestañear o por rodearse de personas tan equívocas como puede ser el protranshumanista Elon Musk; o, dicho en otros términos, estamos ante iniciativas plausibles, pero quizás con pies de barro o, como dice Geffroy, sin un fundamento en la ley natural.
Significa esto que lo que hoy es o dice, mañana puede dejar de ser y de ahí, a decir lo contrario. En el fondo, sus planteamientos no son trascendentes, sino inmanentes, lo que quizás no sea el caso de Vance.
Con esos cimientos todo es susceptible de cambiar. Al fin y al cabo, lo que hemos visto con Ucrania o con la política internacional es que para Trump gobernar es hacer un negocio. No lo digo porque busque lucro —le sobra riqueza— sino porque no es un mandatario en el sentido político del término, ni un estadista, sino que actúa con mentalidad de empresario y, como tal, concibe y desarrolla sus políticas. Mientras sean un buen negocio, seguirá con ellas, si no, las abandonará. Esperemos que lo sean también para nosotros.
Todavía
—¿Todavía conduces?No me hizo gracia la pregunta de Andrés, mi viejo cómplice pajarero. Me la soltó así, sin anestesia, hace tres o cuatro veranos en