¿Qué puede llevar a una muchacha de 27 años, atractiva, carismática y en pleno desarrollo de su profesión como periodista a dejarlo todo para unirse a las Hijas de la Caridad y dedicarse al servicio de los más necesitados? Patricia de la Vega nacida en Pamplona en 1985, no es la única que ha optado por este camino, aparentemente estrecho. Cada año una media docena de mujeres menores de 30 inician el proceso de postulación para pertenecer a esta sociedad de vida apostólica.
Suena inverosímil que en pleno siglo XXI, donde comandan los estándares de éxito personal, carrera, confort, placer inmediato y sin compromisos, surjan vocaciones en personas jóvenes. Como Patricia quien, pese a tenerlo todo para conseguir dichas metas o simplemente para optar por una pareja y una familia, haya preferido la vida austera, de servicio, oración y de entrega casi total.
Al concluir la carrera de Periodismo en la Universidad de Navarra, consiguió trabajo en Madrid y después en una agencia informativa en Roma, específicamente en el Vaticano. Durante los estudios y mientras trabajaba, siempre estaba vinculada a voluntariados de servicio social, y como catequista. Desde entonces valoraba su profesión como una forma de servicio y un mecanismo para mostrar lo bueno de las personas, defender causas y denunciar injusticias. Sin embargo, llegó un momento en el que escribir sobre lo que otros hacían no le bastaría.
En noviembre Patricia cumplió diez años como Hija de la Caridad. Su camino hasta allí, pasando por Madrid, Roma, Valencia, Zaragoza y que aún no termina, tiene un hilo conductor: alegría que contagia y servicio desinteresado.
—¿Cuándo sintió esa llamada a dejarlo todo?
—Para mí fue un proceso de irme buscando a mí misma a nivel humano y a nivel cristiano. Cuando acabé la carrera me fui a Madrid y fui creciendo profesionalmente. Tenía una guía espiritual en Pamplona, un sacerdote que me acompañaba. Cuando le dije que sentía una necesidad de crecer en mi fe, no solo en conocimientos sino en respuestas me aconsejó que hiciera un discernimiento. Yo no quería limitarme a vivir lo que toca en cada momento: trabajar, escoger pareja, formar una familia… y todo porque toca.
Lo primero que él me preguntó entonces fue: tú, ¿quieres ser cristiana, quieres realmente seguir a Jesús? Me pareció un poco ridícula la pregunta, pues obviamente estaba en ello. Aunque no di más pasos en concreto, fui más consciente de aquella pregunta y de la respuesta, que es un compromiso. Es como abrir una puerta, escuchar que nos llama a seguirle (Jesús) y saber que aquello tiene unas implicaciones personales. La pregunta era si yo estaba dispuesta a abrirme así y a responder.
Una llamada
—¿Cómo se dio cuenta de que el periodismo, la carrera, no le llenaban?
—Siempre me ha importado servir a la Iglesia desde mi profesión, pero cuando trabajaba como periodista sentía que algo me faltaba. El voluntariado me llenaba mucho y no quería que fuera tan solo una parte de mi vida, sino algo fundamental de mi entrega como persona.
Desde que estudié Periodismo lo he visto como un espacio y una manera para cambiar el mundo, descubrir el bien que hacen muchas personas, denunciar injusticias, ofrecer reflexión, en fin, como un ámbito de defensa al vulnerable, que siempre ha sido nuclear para mí.
Me di cuenta entonces de que no era suficiente contar lo que otros hacían. Sentí un llamado a formar parte de esas historias que yo contaba y que me llenaban mucho. El abrirme tanto a la Iglesia y ver tantas realidades me abrió a su vez la mente y el corazón para ver la otra llamada.
—¿Qué vino después?
—El proceso continuó a través de la Biblia y de la Palabra para conocer la historia de personas que han seguido a Jesús a lo largo de los tiempos. Yo quería servir concretamente en ámbito social, llevar una vida más austera, en comunidad posiblemente, pero no me veía como religiosa ni quería vivir en un convento.
Cuando le dije a mi guía espiritual “lo que yo quiero no existe”, me sugirió una forma y realidad donde quizás podría encajar: la compañía de las Hijas de la Caridad…
—¿Por qué?
—No somos religiosas, sino que llevamos una vida apostólica en comunidad de servicio a los que más sufren. La manera en que organizamos nuestra vida, nuestra oración, todo en definitiva, está en función de nuestro servicio y este va cambiando según las necesidades de cada sitio, de cada país y lugar.
Es una vida comunitaria dinámica distinta a la de un convento. San Vicente de Paúl, nuestro fundador junto a santa Luisa de Marillac, dijo alguna vez “no sois lo que erais ni sois lo que sereis”. Eso fue importante para mí, pues no quería enfocarme en un solo ámbito, por ejemplo, en educación o sanidad, sino que justamente quería formar parte de una realidad más grande
Reacciones
—¿Con qué dificultades se encontró, cómo reaccionaron sus familiares y amigos?
—La noticia impactó a mi alrededor. Al principio siempre cuesta, porque no es lo más habitual y de alguna manera se siente como una pérdida. Fue algo difícil.
Afortunadamente tanto mi familia como mis amistades más cercanas son creyentes y han comprendido y apoyado mi vocación. Es verdad que estamos en una sociedad en que la Iglesia católica está desprestigiada y la vivencia de la fe no es lo más común, pero al mismo tiempo creo que existe mucho respeto a las decisiones de cada uno, sobre todo cuando se percibe autenticidad y búsqueda de la verdad.
No siempre me han entendido, sobre todo por la concepción de libertad, de entrega para toda la vida o del estilo de vida. Sin embargo, cuando las personas que te quieren te ven feliz, descubren, lo entiendan o no, que ese lugar es para ti. Mi familia siempre ha sido un gran apoyo y me ha ayudado a seguir adelante y a ser generosa en mi respuesta. Estoy muy agradecida por ello.
Un proceso de maduración
—¿Cómo fue su trayecto desde que sentiste esa llamada hasta ser “Hija de la Caridad”?
—Durante este proceso y camino, hice primero una experiencia de vida comunitaria en Valencia por nueve meses. Se trataba de un centro de acogida a menores que atraviesan dificultades familiares. Después de este tiempo vi que sí que podía encajar allí y empecé la postulación, es decir, un discernimiento sobre este tipo de vida en concreto acompañado por más formación sobre los fundadores de la orden, el carisma, etc.
Es un tiempo que combina formación y servicio. Esta etapa duró un año en Zaragoza donde iba a una residencia de ancianos y después me trasladé a Madrid para hacer el seminario.
—¿Qué implicaba este nuevo paso?
—Fueron dos años de formación más intensa, sobre todo eclesial, y de menos servicio. Además, se cuida mucho el silencio para centrarte en tu proceso de formación y afianzar la vocación. La idea es fortalecer la experiencia de la convivencia comunitaria, como el noviciado para las religiosas, solo que en ese momento ya eres una Hija de la caridad. Aunque se trate de un momento de discernimiento, ya te consideran una hermana más.
—¿Y después?
—Una vez concluidos los dos años de seminario, llega el envío en misión, en mi caso, primero a Valencia y más tarde a Zaragoza. Esto se decide según tu forma de ser e incluso según tu profesión previa. Se tiene en cuenta el estilo de la comunidad y del servicio específico para ver si podrías encajar. En definitiva, sin embargo, es Dios quien nos llama a cada uno como somos, con lo que vibramos y lo que podemos ofrecer.
Desde el minuto uno
—¿Y encajó desde el primer momento?
—Sí, fue una etapa muy bonita. Allí aprendí a ser auténtica, a quitarme máscaras y a buscar lo esencial, así como a valorar los pequeños avances que realizamos cada uno con esfuerzo. Siempre estamos aprendiendo. Estuve cuatro años en Valencia en un centro de acogida de menores a cuyos padres les han retirado la custodia temporal o permanentemente, ya sea por abuso físico, psicológico, consumo de drogas o por otras adicciones. Con tiempo, paciencia y cariño muchos niños salen adelante.
Esta etapa me ayudó también a dar muchas gracias a Dios por mi familia y todas las oportunidades que, de manera inmerecida, he tenido a lo largo de mi vida. Además, me impactó la generosidad de las familias acogedoras, que de forma totalmente gratuita acogían en su hogar a estos chicos para darles la oportunidad de una nueva familia.
—¿Cuál es su tarea actual en la comunidad de Zaragoza?
—Desde hace cinco años trabajamos en colaboración con el ministerio de Migración en un programa estatal de protección a personas solicitantes de asilo. Les brindamos vivienda, alimentación, aprendizaje de español -para los que no son hispano hablantes-, formación pre-laboral (el proceso para acreditar sus títulos), inserción laboral y social. En general les ayudamos a comprender cómo nos movemos en una sociedad tan compleja.
Otro de los proyectos que dirige una hermana es el acompañamiento en las cárceles. Disponemos de un piso para ex prisioneras y prisioneros que apenas han sido liberados y necesitan un aval, un sitio donde vivir. Visitamos la cárcel, sobre todo el módulo de las mujeres, para hacer un seguimiento de su situación e irlas conociendo. A veces visitamos también a los hombres, pues ya conocemos algunos que han pasado por los comedores de la comunidad o que han recibido otras formas de ayuda.
—¿Cuántos son en total?
—Por ahora asistimos alrededor de setenta personas con un equipo multidisciplinario de 14, entre coordinadores, trabajadoras sociales, personal de limpieza, entre otros. No funcionamos en centros, sino que ubicamos a la gente en pisos para que pueda llevar una vida lo más autónoma y normal posible. Es una labor de mucha escucha y cercanía, pues la mayoría tiene una mella muy fuerte y ha sufrido traumas. Varios han venido nadando, después de una dura separación familiar, se enfrenta con la dificultad de poder comunicarse… ¡el desarraigo es muy fuerte!
El mensaje que les damos es que no vienen de cero, sino con sus capacidades, con todo lo que han aprendido y vivido. Nuestra sociedad necesita de lo que ellos puedan aportar y si bien el camino es difícil, queremos que ellos sean dueños de sus vidas y encuentren lo que pueden ofrecer a la sociedad. Hay que quitarse esa mirada de “pobrecito déjame que te ayude” y cambiar la perspectiva. Aquí caminamos juntos, todos vamos aprendiendo. Cierto, te queremos ayudar, pero también acoger lo que aportes. Esto es un camino juntos y vamos creciendo juntos.
Sin nostalgias
—¿No existen momentos en que extrañe la vida “normal”?
—En ocasiones sí, pero me siento muy identificada con quién soy y con lo que vivo, que no entendería mi “yo Patricia” sin ser creyente y sin ser Hija de la Caridad. Me siento muy afortunada de poder vivir esta realidad por todo lo que aprendo a nivel personal y de fe.
En mi comunidad recibo tanto cada día y aunque añoro ciertas cosas, creo que eso forma parte de la de vida en cualquier vocación y circunstancia. Todos sentimos esa añoranza, que es más bien un deseo de no sufrir o de rechazar un sufrimiento antes que anhelar otro tipo de vida.
Me siento muy afortunada de poder acompañar todo esto desde la fe, no solo como un trabajo sino como una vocación de servicio, de hacer lo que Dios quiera donde quiera. Dios no nos llama por lo que somos y lo que aportamos, sino porque Él quiere y porque si nos abrimos, nos transforma en ese instrumento que va obrando milagros. Uno se da cuenta por medio de una conversación, de un encuentro, por ejemplo, de cuán grande es Dios que ha permitido ese momento. Todo lo que vivo es un regalo inmerecido. No lo cambiaría por nada.