Mi infancia

Fue bastante rara, comparada con la de mis nietos. Estos van al colegio, sus padres les ayudan a hacer los deberes y comen palomitas con ellos.
Yo no tuve nada de eso y recuerdo como lo más principal que iba a los toros, y asistía a los partidos de pelota que jugaban en el frontón Gros unas mujeres bastante forzudas, con raquetas.
¿Por qué? Por una razón muy sencilla. Ya he contado que a mí la guerra civil del 36/39 me tocó en el Madrid rojo, y que en el año 37 mi padre logró pasarnos a la zona nacional, en la que se estaba mejor, pero yo no estoy seguro de que fuera así. Recalamos en mi ciudad de nacimiento, Donosti, y eso me pareció bien de primeras, pero con un problema: mi hermano Juan Mari y yo, que era un poco mayor , no teníamos amigos.
La única que tenía amigas era mi hermana Ramonita, que se había pasado con nosotros. Contaba con su íntima amiga, Ana Mari de los Santos, que vivía pared por medio con nuestra casa de la calle Miracruz 10 B. Ana Mari tenía un padre muy importante y muy cariñoso que nos tomó gran aprecio a Juan Mari y a mí.
Su importancia radicaba en que era el concesionario de la Plaza de Toros, que estaba en el alto de Ategorrieta y del Frontón Gros, que estaba junto al Paseo Nuevo.
Nos dio dos pases para que pudiéramos ir a los toros y al frontón, gratis.
La primera vez que fuimos a los toros y vimos los precios de las entradas, muy altas, nos consideramos unos privilegiados, y nos dispusimos a disfrutar de aquella maravilla. Tendríamos unos 13 años, y de salida, cuando vimos a los toreros hacer adornos con las capas, nos pareció algo simpático, pero cuando les comenzaron a dar puyazos y ponerles banderillas, nos quedamos horrorizados.
A pesar de todo fuimos más veces, por no desairar a quien nos había regalado el pase, y hasta le decíamos que nos gustaban, cuando la realidad era que nos tapábamos los ojos.
En cambio lo de las pelotaris llegó a encantarnos. Jugaban todos los días. El secreto de este juego estaba en las apuestas. Como es lógico, al principio nosotros no apostábamos, porque no teníamos un duro, pero el padre de Ana Mari nos dijo que apostáramos por él, que estaba un poco enfermo, y nos daba unas pesetas.
Nos encantaba. Siempre apostábamos a la misma: una chica joven, que era la más guapa, estilizada, que se movía con mucha gracia por la pista, y que cuando perdía, el público –bastante ordinario– la llamaba p…. con las cuatro letras. Nosotros sufríamos, pero se nos pasaba porque ganaba más veces que perdía.
Y uno de los días tuvimos la suerte de que se acercó a la valla y mi hermano Juan Mari se atrevió a decirle: “¡Oiga, que mi hermano y yo siempre apostamos por usted!”. Se quedó un poco sorprendida, luego se nos quedó mirando y nos dijo:”¡Me encanta que unos chicos tan guapos apuesten por mí!”.
Fue el día más glorioso de aquel verano y Juan Mari recibió una paliza porque se atrevió a insultar a un sujeto que la llamó p… con las cuatro letras. Ese día nos echaron del frontón. Nos fuimos encantados y al día siguiente volvimos con la cabeza muy alta, orgullosos de haber defendido a quien nos tenía embelesados.
Pero, por desgracia, la joven, que se llamaba Arancha, se echó un novio, pelotari de los de a pala, y ella dejó de ir por el Gros, y nosotros también. No recuerdo como terminó del todo aquel asunto. El caso es que mi extraña infancia entre los toros y las pelotaris se acabó, y yo volví a ser un chico normal.

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